Laura se despertó tarde. Muy tarde. El sol de octubre ya había atravesado las persianas de su piso, dibujando líneas doradas sobre la pared desgastada y el cabecero de hierro forjado.
La alarma del móvil había sonado hace horas, pero ella simplemente había cerrado los ojos y vuelto a entregarse a la tibieza de las sábanas, esa especie de refugio donde podía esconderse del ruido del mundo.
"Tarde para todo", pensó, repasando en su mente la lista de cosas que debía haber hecho esa mañana: ir al gimnasio donde llevaba inscrita desde inicio de verano, la ducha, el desayuno decente, el mensaje a su madre para no escuchar preguntas, el plan para salir a correr o por lo menos caminar un rato por la ciudad... y, claro, la vida ideal, la que se suponía que tenía que construir antes de los treinta.
Se quedó un rato mirando el techo, donde una mancha de humedad formaba una especie de mapa abstracto, como una ciudad sin nombre, un territorio inexplorado. Deseó, por un instante fugaz, que alguien apareciera para rescatarla. No de un incendio ni de un secuestro, sino de su propia vida, de esa presión invisible que la asfixiaba y la hacía sentir atrapada.
La cocina estaba llena de ruidos domésticos: el percolador de café pitando y soltando el aroma tostado, la tostadora funcionando con el característico zumbido, y el reloj de pared, un viejo modelo con números romanos que había comprado en un mercadillo de El Carmen, marcando el paso inexorable del tiempo.
Laura entró a la cocina con pasos lentos, aún en pijama, llevando puesta una camiseta gris de algodón suave y unos pantalones anchos que alguna vez fueron de su madre.
Tomó una taza de cerámica azul, con una inscripción en valenciano que decía "Bon dia", y sirvió el café con movimientos automáticos.
Sobre la encimera, la tostadora ya había terminado su trabajo y expulsado una rebanada de pan de pueblo que, al primer vistazo, parecía haber sufrido demasiado el calor. Laura la cogió con cuidado, consciente de que ese desayuno poco prometedor era un fiel reflejo de su estado de ánimo.
"Perfecto", dijo en voz baja. "¿Qué mejor que una tostada quemada para acompañar un día de veintinueve años sin novio?"
Encendió el móvil, quizá por inercia, quizá buscando alguna distracción que aliviara el peso que sentía en el pecho. Instagram fue lo primero que apareció en la pantalla.
Error.
Ahí estaban todas, como un desfile cruel: sus excompañeras del colegio Virgen de los Desamparados, ahora convertidas en señoras perfectas, posando con anillos relucientes, anuncios de bodas, fotos de embarazo con barrigas redondas y parejas musculosas en playas paradisíacas.
Laura deslizó el dedo con desgana, sintiendo cómo cada imagen le clavaba un pequeño puñal en el alma. El verano en la Albufera, la puesta de sol en la Marina Real, la terraza de aquel bar en la Plaza del Ayuntamiento donde todas habían brindado por sus "nuevos comienzos".
—Esto es la muerte en vida —murmuró, dejando caer el móvil sobre la mesa con un suspiro que parecía venir de muy dentro—. Estoy en la etapa "yo y mi tostadora contra el mundo".
No había respuesta inmediata. Ni de sus amigas, ni de sus mensajes, ni del café tibio que ya se enfriaba. Sólo el goteo constante del grifo del fregadero y el leve rumor del tráfico desde la calle.
Algunas horas más tarde, tras un intento fallido de poner orden en sus correos electrónicos de trabajo y responder a mensajes que apenas le interesaban, Laura se armó con su chaqueta de cuero negra y salió a la calle, sin rumbo ni objetivo.
El barrio de Ruzafa estaba en pleno auge, con sus murales de arte callejero y cafés hipster llenos de estudiantes, artistas y turistas. Esa tarde, las terrazas comenzaban a llenarse de gente que disfrutaba de las últimas horas de sol, y el aroma a café, pan recién horneado y azahar flotaba en el aire.
Caminó sin pensar, atravesando la Plaza del Barón de Cortés, pasando por la calle Sueca y girando hacia la Alameda, donde los árboles centenarios formaban una sombra amable sobre el paseo. Observó a parejas de la mano, niños jugando al fútbol, y grupos de amigos sentados en los bancos de hierro forjado, con risas y conversaciones.
No buscaba nada en particular. Ni siquiera sabía qué quería encontrar.
Pero entonces, en una calle pequeña y poco transitada, notó algo diferente: un cartel pintado a mano, colgado en la vitrina de un local modesto con fachada de ladrillo antiguo y cristales empañados por el vapor y la humedad.
"Adopta, no compres."
La letra era temblorosa pero sincera, pintada con un pincel que había dejado algunas manchas negras en la madera.
Al mirar dentro, un par de ojos verdes la observaron desde una jaula.
Una gata negra, de pelaje brillante, la miraba con una mezcla de curiosidad y desafío.
Laura sintió que el corazón se le aceleraba.
La ficha pegada a la vitrina decía:
"Luna. Dos años. Independiente. No le gusta que la molesten. Ideal para personas tranquilas."
Laura sonrió, sorprendida por la conexión inmediata.
—Somos almas gemelas, Luna —susurró, acercándose lentamente a la puerta.
La abrió con cuidado. El olor a heno y a madera vieja inundó sus sentidos, mezclado con ese aroma particular a gatos y a algo indefinible, como la esperanza.
Dentro, el local estaba lleno de jaulas con gatos y perros, algunos ladrando y otros ronroneando. Luna se mantuvo imperturbable, sentada sobre una caja de cartón que parecía su trono.
No tenía intención real de adoptar ese día, desde pequeña sabia que adoptar a un animal sin importar su especie era una gran responsabilidad.
Pero mientras hablaba con la voluntaria del refugio, escuchando historias de rescates, animales maltratados y segundas oportunidades, algo se removió en su interior.
Una hora después, salió con una caja agujereada en las manos, dos sacos de pienso,una caja arenera y Luna en su interior, observándola con ojos que parecían ya juzgar todas sus decisiones pasadas y futuras.