La llegada del Sídalo

1

I

Atardecía y la brisa fresca acariciaba al joven Ínmer, que comenzaba a dormirse contra el tronco de el árbol que lo sostenía desde hacía casi una hora. Su padre no paraba de darle lecciones y a pesar del hambre y la sed, no se callaría hasta haber dicho todo lo que su hijo necesitaba aprender para poder continuar con su ejemplo.

Hacía dos días que estaban juntos, después de años de separación, pero no le parecía un reencuentro con su ser más querido, sino con un viejo maestro. Por su parte, el poderoso Kádor creía que el muchacho había heredado sus dones para la guerra, aunque en verdad a Ínmer solo le interesaba cuidar de los indefensos, usando nada más que sus remedios curativos y palabras amables.

Con mirarlo bastaba para identificarlo como un campesino. Ínmer llevaba una camisa sencilla y pantalones holgados que se sujetaba con un cinturón de cuero pardo, tan rustico como la capa que usaba de almohada durante los descansos. Nadie habría pensado que él era el heredero de uno de los guerreros más temidos por los monstruos que se escondían en los bosques. Por lo demás, padre e hijo eran idénticos, sus cabellos castaños les llegaban hasta los hombros y los ojos de un verde apacible delataban el lazo de sangre que les unía, a pesar de las diferencias notables entre sus espíritus.

– ¿Me estas prestando atención? –Reclamó Kádor, el último maestro guerrero que se conocía.

–Hablabas de nuestros enemigos, los inteligentes Égord y esas bestias que les sirven, los ígonords.

Kádor se acarició la barba exasperado, ese jovencito no tenía la menor idea de a lo que se enfrentaría y aun así, prefería descansar antes que prepararse para combatir. Decidió ser paciente y con una rama caída empujó los trozos de leña que avivaban la fogata. El humo hizo toser al muchacho que apartó su rostro y Kádor rogó con todas sus fuerzas para no perder la calma. Respirando profundamente, tomó asiento junto a su hijo y trató de no mostrarle la decepción que sentía.

–Para luchar contra ellos, tienes que conocer sus raíces y así podrás cortarlas sin salir derrotado –le advirtió.

– ¿De dónde vienen esos égord? – preguntó Ínmer.

–Esas bestias nacieron al mismo tiempo que muchas de las criaturas que hoy conoces. Todo comenzó cuando las nubes oscuras se habían disipado en los cielos y los rayos del sol acariciaron por primera vez la tierra, para que el hombre se irguiera y trazara los caminos que serían recorridos por sus hijos durante siglos. La vida brotaba hasta en los rincones más insospechados y con cada nuevo aliento, la raza humana cobraba fuerzas, pero algunas criaturas no consiguieron mantener el ritmo de los hombres y sus mentes se adelantaron mucho más que sus cuerpos, mientras otras perdían la capacidad de razonar –señaló el maestro–. Así surgieron los enemigos de la raza humana, los égords, entes viles de astucia incomparable y los ígonords, animales cegados por sus necesidades. Las batallas parecían no tener fin y los hombres escapaban de las bestias horribles que deseaban alimentarse con su carne. El viento frío y los caminos rocosos hicieron que los débiles quedaran rezagados, mientras que los fuertes decidieron mantener la marcha, con la esperanza de encontrar un escondite seguro donde todos pudieran reunirse. Las cuevas humeantes ofrecieron protección a los desamparados en cuyo grupo se encontraban tres hermanitas, a quien su madre ordenó refugiarse en lo más oscuro, para evitar que sus ojos inocentes comprobaran el terror que hacía presa a los mayores. Las niñas, víctimas de la ingenuidad, ignoraron el peligro y comenzaron a jugar. Ingeniosamente simularon levantar con piedritas una muralla que protegería a sus familias, pero la más pequeña escuchó un canto y siguiéndolo, abandonó la cueva por la salida estrecha que se escondía en las penumbras. Los rugidos de los ígonords avisaron del ataque y los hombres trataron de defender la entrada, pero la sangre no tardó en correr y sus gritos extendieron la desesperación hasta que alcanzó a las dos hermanitas que se mantenían abrasadas en medio de su círculo protector. Las bestias intentaron de todos los modos posibles alcanzarlas, pero ellas estaban a salvo gracias a la pureza de sus almas y una luz brotó de sus cuerpos menudos para cegar a los agresores y llevarlas al reino de las estrellas donde ningún perverso podría alcanzarlas. Los guerreros regresaron para guiar a los aplazados hasta el lugar que escogieron para levantar su nuevo pueblo, pero solo encontraron el círculo de piedra y las imágenes de las hermanitas grabadas en la pared de la cueva. Jamás nadie ha podido explicarlo y desde entonces se cree que la infantil muralla levantada, sirvió de portal a los dioses para reclamar a aquellas inocentes que se convirtieron en ejemplo ante los que se mantuvieron luchando contra los monstruos. Cada hombre recogió una de las piedras y la conservó, obteniendo así los poderes suficientes para sanar y combatir.

– ¿Esas dos niñas son las diosas que veneran en los templos?

Kádor asintió con la cabeza y el muchacho lo imitó como si estuviera rememorando los días en los que los campesinos visitaban los lugares sagrados para pedir protección a las divinas ausentes.

– ¿Nuestras piedras son parte de ese círculo? –Preguntó Ínmer.

Kádor tomó en sus manos la piedra oscura que guardaba celosamente y sus ojos centellaron de emoción.

–Nosotros somos descendientes de los primeros guerreros –le dijo–. Es nuestro deber continuar con ese legado y conservar las piedras para entregarlas a nuestros sucesores junto con los poderes que nos embisten.




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