Al imaginarse entrando en combate, su pecho se quebraba y se sentía impulsado a echarse a correr hasta llegar a una pradera donde pudiera liberar su angustia a través de los gritos. Durante un momento se miró en la corriente del río y la imagen que este le devolvía, confirmaba que su debilidad no estaba en el cuerpo sino en el corazón.
–Dejaste tu hágaho abandonado –le dijo Kádor a unos pasos.
–Eso no es un hágaho –le señaló el muchacho–. Se perfectamente que un hágaho es una lanza de doble punta que empuñan los cazadores de égord y esta es un trozo viejo de una espada.
El maestro sintió deseos de reír, ese chico no comprendía nada, aunque todas las respuestas estuviesen a su alcance y por eso se dejó caer a su lado una vez más. Al igual que Ínmer, quiso contemplarse y las aguas le confirmaron el gran parecido que compartían, pero el ceño fruncido de su hijo lo motivaba a perder un poco la severidad que siempre lo acompañaba. Se repitió que tendría que ser muy paciente y comprensivo, por lo que decidió arrojarle el arma.
–Un hágaho debe ser afilado contra la piel del enemigo –le explicó–. Este no está completo porque perteneció a tu madre y el otro extremo permanece con ella.
Para Ínmer esas palabras tenían sentido. Su madre fue una guerrera y al morir, seguramente la sepultaron con el arma que usó para arrebatar otras vidas, pero le disgustaba tener tanto metal entre sus manos cuando prefería raíces curativas. Ese pensamiento lo llevó a otro y finalmente terminó por recordar una de las interrogantes que lo sacudía desde pequeño.
– ¿Es cierto que has sido tocado por los égords? –Indagó–. En el pueblo decían que los cazadores jamás sobreviven al toque de uno de sus enemigos, pero veo que tú no posees esa debilidad.
–No sé si en verdad soy más fuerte, aunque es cierto que me han tocado –le contestó Kádor–. En dos ocasiones, esas bestias invisibles lograron alcanzarme y por alguna razón sobreviví. Siempre he creído que tú eres el responsable.
– ¿Yo?
–No podía morir sin antes entrenar a mi heredero.
Ínmer lo ignoró porque sabía que la ira se le escaparía nuevamente si miraba directamente a su padre. Intentaba convencerlo para que no renunciara y con esos trucos solo conseguía despertar en él un deseo indescriptible de tomar la piedra sagrada y arrojarla a lo lejos con toda su fuerza. ¿Porque había tenido que interrumpir su vida pacifica?
El maestro se dejó caer junto a la orilla y comenzó cantar esa ridícula canción que le parecía cada vez más tonta al muchacho. La historia no tenía el más mínimo sentido y no era para nada graciosa, pero finalmente, Ínmer se descubrió repitiendo los versos para no gritar y pedir socorro:
–Me brotó del pecho
el alma iluminada
que trae la paz,
tan deseada.
Y la luz tomó
forma de mujer
para con un beso,
al mal someter.
A mi tierra libró
de sangre y agravió,
usando como arma
el fuego en sus labios.
Esa luz bella
como el ocaso,
venció al oscuro
con tierno abrazo.
¡Que brille en mi alma,
Su dulce canto!
¡Gracias por la calma
Por borrar el llanto!
– ¿No sientes ese olor? –Lo interrumpió Kádor.
Ínmer trató de percibir algo, pero nada le parecía fuera de lo común.
–Toma tú hágaho y por ningún motivo te desprendas de él o de la piedra –le advirtió el guerrero–. Los ígonords están cerca.
– ¿Cómo lo sabes?
–Respira en contra del viento –le indicó–. Su hedor llega hasta aquí.
El muchacho obedeció y sus manos se aferraron al arma que tomaba calor ante el contacto. Jamás había deseado luchar, pero al ver a las horribles criaturas que se abrían paso entre los árboles, Ínmer supo que no tenía otra escapatoria.
–No dejes que te toquen –le recordó su padre–. Míralos a los ojos y demuéstrales que no les temes.
¿Cómo podría hacer algo así? Las piernas de Ínmer temblaban y el sudor le corría por la garganta cuando el primer grito del maestro estremeció a los atacantes. Por unos segundos no pudo más que imitar los movimientos de su padre hasta que las garras de uno de los ígonords lo obligaron a alejarse un poco.
La piedra sagrada que llevaba oculta debajo de sus ropas le permitía ver el verdadero aspecto del enemigo y se sirvió de ello para buscar sus debilidades. Las bestias tenían la piel escamosa y los ojos cubiertos por membranas. Sus pieles eran verdosas y apestaban a pantano, así que el calor debería afectarlos.
Ínmer corrió zigzagueante para llegar hasta la fogata donde antes cocinaran los alimentos y pateó las brasas hasta cubrir con ellas a sus perseguidores. Kádor se echó a reír, pero no perdió la concentración y en unos segundos, ya había arrancado con su hágaho las cabezas de cuatro de los Ígonords. Estos no eran muy despiertos y trataron de llegar nuevamente hasta los cazadores.
– ¡Detrás de ti!
La advertencia lo hizo reaccionar y el muchacho enterró su arma en el pecho del monstruo en el momento justo en el que este se le abalanzaba por la espalda. Lo pateó cuidadosamente, no quería ser tocado en su primera pelea y corrió en ayuda del padre que trataba de derrumbar un árbol donde otros dos se refugiaban.
Con sus brazos forzaron a la madera, que cedió para dar paso a los hágahos, los cuales cortaron la piel escamosa hasta que el último aliento dejó de apestar el entorno.
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Editado: 14.11.2024