La llegada del Sídalo

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Kádor se sentó junto al fuego y todos le siguieron para escuchar la respuesta. Estaba agradecidos por su presencia y tan intrigados que no se percataron de la expresión incómoda del muchacho que acompañaba al guerrero.

–Ese ígonords estaba esperando a que los vigías se quedaran dormidos para avisar a sus hermanos –contestó en voz alta–. Deben estar muy atentos porque estos pueden ser tontos, pero sirven a los égords que también son invisibles para ustedes y que superan a cualquiera en astucia.

– ¿Esa bestia estaba poseyendo el cuerpo de la joven? –Intervino Ínmer desde su puesto.

Kádor se encogió de hombros y bajó la cabeza como si acabaran de arañarle en la espalda. Le exasperaba que su propio hijo hiciera preguntas tan vergonzosas en público y mucho más cuando se había comportado tan cobardemente durante la pelea.

– Los ígonords pueden refugiare en el cuerpo de los humanos cuando sus almas están pervertidas y se alimentan así de ellos hasta que mueren –respondió luego de unos segundos.

Ínmer acarició la piedra que colgaba de su cuello y se sintió agradecido por poder apreciar el verdadero aspecto de las bestias, aunque se estremeció al imaginarse cuántos de ellos pudieron estar muy cerca de él cuando vivía con los campesinos en el oeste.

–Este joven está en entrenamiento –continuó Kádor–. Es algo inexperto por lo que deberemos proseguir con sus lecciones al amanecer, así que no podremos acompañarlos hasta su pueblo.

Las mujeres protestaron y los llenaron de mimos. Era muy desagradable para el muchacho estar en una situación como esa y se sentía más torpe que nunca, en cambio su padre disfrutaba de las atenciones y se comió cuanto le ofrecieron en unos segundos.

La música eclipsó el recuerdo de los chillidos y las jovencitas bailaron para agasajarlos, pero Ínmer se quedó dormido y Kádor tuvo que despertarlo para ocupar una de las tiendas.

El resto de la noche no fue tan agradable como deseaban, ya que las pesadillas del aprendiz escenificaban los sucesos del día, solo que ha gritos y con las patadas que no dio cuando peleaba contra el ígonord.

Convivir no era tan fácil como ignorarse entre sí, así que ambos tendrían que poner mucho empeño, si querían ayudarse mutuamente para lograr sus propósitos.

Kádor decidió incorporarse y ordenar las provisiones antes de que amaneciera, después de todo no lograría conciliar el sueño con el gritón de su hijo removiendo hasta las raíces ocultas debajo de la tierra.

Las ancianas aparecieron con los primeros rayos para obsequiarles vestiduras más apropiadas y les prepararon un baño que no pudieron rechazar. Ahora los salvadores serían reconocidos por cualquier hombre que los divisara y aunque a Ínmer no le gustaba la adulación, tenía que reconocer que su aspecto había mejorado.

Las jovencitas estuvieron encantadas con el cambio y lo asaltaron en cuanto salió de la tienda para confesarle lo que les inspiraba. Su piel resaltaba mucho más con la nueva vestimenta. Las ropas holgadas fueron remplazadas por un jubón negro con bordados dorados en el cuello y los puños, muy semejantes a los del pantalón que ya no entorpecía su movilidad. Su padre le entregó una capa azul, idéntica a la que llevaba en los hombros y bajo esta ocultó el hágaho enmohecido.

–Si lo desea, puedo afilar esa arma para usted –le sugirió uno de los ancianos.

Ínmer se negó al instante, le desagradaba el viejo por las pieles que llevaba, pero lo que más lo avergonzaba era que hubiesen advertido el estado lamentable del hágaho.

–Sería prudente que levantaran su campamento y continuaran con el viaje –señaló Kádor muy divertido–. Nosotros continuaremos en dirección contraria, así que ahuyentaremos a cualquier criatura que pretenda seguirlos.

Los suspiros y agradecimientos volvieron a levantarse y el joven a provechó ese instante para escabullirse hasta el bosque donde el silencio lo ayudaría a relajarse un poco. Estaba demasiado ansioso y la mezcla de tantos olores lo agobiaba aún más.




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