La llegada del Sídalo

5

No comprendía como podían festejar luego de haber presenciado la muerte de uno de ellos. Ínmer trató de evitarlo, pero terminó evocando el rostro de la muchacha a la que su padre le había arrancado la cabeza. ¿Habría sentido el mismo dolor que la bestia en el momento de su muerte?

Kádor fue preciso al explicarle que ella estaba corrompida cuando el égord entró a su cuerpo, pero eso no significaba que mereciese la muerte y menos de un modo tan horrible.

Ínmer se cubrió el rostro con las manos y suspiró para sacarse la incertidumbre del pecho. No soportaría tanta matanza y destrucción.

– ¿Por qué no celebraste con las mujeres? –Le preguntó Kádor acercándose sigilosamente.

–Prefiero combatir con los égords que no estar entre humanos tan inconstantes –le respondió el muchacho–. Dicen querer preservar la vida y que por eso buscan tierras mejores para asentarse, pero no les importó que mataran a una inocente con tal de quitarse sus miedos.

– ¿Inocente? –Chilló el maestro–. Tú mismo la viste, esa chiquilla no era inocente si un ígonords tan fuerte la poseía. Debió cometer grandes errores para que la pureza abandonara su espíritu, dejándolo a merced de la oscuridad.

– ¿Dices que no merecía una segunda oportunidad? –Reclamó Ínmer–. ¿Su alma no tenía salvación?

Kádor retrocedió, no estaba preparado para enfrentarse con el muchacho y el temor de que esas ideas pudieran arrastrarlo hacia un camino errado, lo sacudieron visiblemente.

–Escúchame bien, porque esta advertencia tendrá que acompañarte por toda tu vida –le dijo–: Un cazador de monstruos no pude faltar al deber por el cual recibe los poderes de las piedras sagradas. Si uno de nosotros afirmara cuidar de los hombres para luego dejar con vida a un culpable, sería terriblemente castigado por las diosas.

Ínmer no comprendió y dejando a un lado sus rencores, se acercó al maestro que lo miraba fijamente.

– ¿Qué quieres decir?

–Naciste para ser un cazador –le explicó–. Tienes en tu poder una piedra sagrada y por eso no puedes perdonar a los que luchan en contra del bien o las diosas te harán sufrir el castigo que merecía aquel al que dejaste con vida.

– ¿Yo sería el castigado?

Kádor asintió y su hijo tragó en seco antes de retroceder unos pasos. No le asustaba el castigo advertido, sino la imposibilidad de perdonar, cuando su juicio le indicara que era preciso.

–Ahora debemos continuar –señaló Kádor tratando de apartarlo de malos pensamientos–. Al estar juntos, nuestros poderes son mayores y atraen a las bestias.

Ínmer no protestó, lo menos que deseaba era ser encontrado por esos ígonords de aspectos tan variados como repugnantes. ¿Así serian todos los días de su vida hasta que encontrara la muerte? Tendría que vivir con miedo y lleno de interrogantes.

El muchacho recogió sus alforjas y colocándoselas al hombro, siguió los pasos del maestro que se mantenía cabizbajo, casi vacilante. No era común en el esa actitud y eso intrigó más a Ínmer que trató de encontrar el motivo que sacudía tanto a su padre.

Durante horas caminaron sin detenerse y el jovencito meditó sobre todo lo que su padre le había enseñado hasta el momento y una interrogante se impuso sobre las otras, tanto así que no pudo contenerla.

– ¿No todos los guardianes de las piedras sagradas son guerreros, ¿verdad?

Kádor se detuvo y encaró al muchacho que le sostuvo la mirada desafiante.

–Me parece recordar que dijiste que cada hombre recogió una de las piedras al regresar a la cueva y que estas les dieron poderes para sanar y combatir.

Kádor soltó las alforjas y su hágaho para cruzar los brazos sobre el pecho, pero ni siquiera su expresión severa y disgustaba pudo contener la alegría del jovencito.

–No creas que, porque existen guardianes sanadores, tú eres uno de ellos – le advirtió–. Naciste para luchar al igual que yo y tu madre, así que nada te liberará de ese deber.

Ínmer se echó a reír tan estruendosamente como su padre hacía siempre. Kádor había querido convencerlo de que era un cazador, pero su ingenio lo había llevado hasta la verdad; una verdad que lo llenaba de satisfacción y liberaba a su alma del dolor constante de ser forzado a luchar contra sus sentimientos.

–No tengo las habilidades de un guerrero –le recordó–. Soy pacífico y humilde. Jamás lucharé contra los monstruos del mismo modo en que tú lo haces. Puede que no quieras aceptarlo, pero soy un sanador y por mucho que me entrenes, nunca esa condición cambiará.

Kádor le contestó tomando su hágaho para golpearlo con fuerza en la cabeza.

– ¿Has enloquecido? –Protestó Ínmer adolorido–. ¿No puedes tolerar la derrota?

–No he sido derrotado –afirmó el maestro–. Eres un guerrero y si no quieres ser uno muerto, será mejor que tomes tu arma y te defiendas.

El muchacho trató de evadirlo, solo que los movimientos del hombre eran demasiado rápidos para él y terminaban siempre encontrándolo.

– ¡Defiéndete! –Le ordenó.

Ínmer no tuvo más opción que tomar su arma y tratar de detener los golpes constantes que Kádor descargaba sobre él sin piedad alguna. Combatieron durante un buen rato, pero el maestro parecía no agotarse y su hijo apenas alcanzaba a respirar cuando cayó debajo de la punta más filosa de su hágaho.




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