La llegada del Sídalo

7

Él estaba mucho más asustado que la joven, ya que tenía por costumbre enfrentar a bestias horribles, pero no trataba con una mujer desde hacía demasiado tiempo y esta se veía especialmente frágil.

– ¿Por qué no te descubres los ojos? –Indagó Zágahan luego de algunos segundos de frío silencio–. No puede ser fácil andar por este bosque sin poder ver.

Galáhia sonrío a medias y el asesino se sintió aún más desconcertado, pero encontró el valor suficiente para caminar hacia ella y ofrecerle su mano como apoyo.

–Solo veo del mismo modo que los humanos comunes, cuando tengo los ojos cubiertos –le explicó ella, al aceptar su ayuda–. Si me quito la venda, podré ver a las criaturas sobrenaturales que ronden cerca, incluso a las almas en pena.

Zágahan enmudeció, ya le habían advertido de los poderes de esa jovencita, mas no esperaba algo tan terrible y, sobre todo, le intrigaba el aspecto que tendrían sus ojos al descubierto.

– ¿Quién eres? –Indagó ella –. Posees una gran habilidad para combatir, pero no tienes la gracia de los cazadores que portan las piedras sagradas.

– ¿Cómo lo sabes?

–Uno de los ígonords te tocó mientras peleaban y te alimentabas de ellos –declaró Galáhia–. No tienes un alma pura y estoy segura de que has matado a muchos inocentes y eso me hace temer.

Ella no se equivocaba, Zágahan era un asesino y sus manos nunca perderían la sangre que las manchaban, pero estaba obligado a cuidarla y no tenía como escapar de esa responsabilidad. Con la cabeza baja recogió sus armas y las escondió entre los pliegues de su traje que se limpiaba con las caricias del aire.

–Nunca la lastimaré –le aseguró–. Sus hermanas me ordenaron protegerla y a cambio purificarán las almas en pena de mi familia y me permitirán vivir sin tener que sufrir el doloroso castigo que infringen a los que las desobedecen.

Los hombros de Galáhia se agitaron como si estuviese riendo y aunque Zágahan no pudo comprobarlo, se alegró de que no le temiera y de que ya se hubiese calmado un poco. No sería fácil escoltarla por un bosque infestado de bestias hambrientas y menos, si ella no hacía nada para ayudarlo.

La muchacha permanecía debajo del árbol, pero erguía su pecho y con gestos delicados se ordenaba la extensa cabellera ensortijada que deslumbraba al asesino.

– ¿Cómo puedes mantenerte tan joven? –Indagó el asesino, arrepintiéndose al instante–. Perdón, no debí…

–Es la piedra sagrada que llevó al cuello –explicó Galáhia–. La noche en la que los dioses me reclamaron junto a mis hermanas, estábamos encerradas en un círculo de piedras que en nuestro juego llamábamos fortaleza. Repentinamente escuché un canto y decidí buscar a quien entonaba tan fantástica melodía, pero mis hermanas tenían miedo y permanecieron dentro del círculo. Yo temé una de las piedras para defenderme si alguien se atrevía a intentar lastimarme y sin temer a la oscuridad, avancé más de lo prudente. En cuanto abandoné le cueva, mis ojos divisaron las horribles criaturas que acechaban a los hombres, y las almas en pena de aquellos que no deseaban partir solos, me acosaron. Desde entonces me cubro los ojos para ver como lo haría una mujer común.

Zágahan contempló la piedra que colgaba de una fina cadena en el cuello de Galáhia y comprendió su tristeza, porque él también veía a los monstruos desde que perdió a su familia.

–No suelo hablar tan libremente –aseguró la joven–. Mi voz atrae a los Ígonords, así que si me escuchas dentro de tu cabeza, no te asustes, ese es el único modo en que puedo comunicarme sin correr peligro.

El asesino volvió a ofrecerle su mano, pero ella se limitó a recoger una capa parda con la que se cubrió. Hasta ese momento Zágahan no había detallado en las vestiduras de la mujer. Sin dudas debió estar antes al cuidado de algún señor poderoso porque el vestido, de un azul pálido, estaba bordado con pequeñas piedrecitas e hilos dorados.

–Muchos han querido usar mis poderes para su beneficio –comentó ella, como si le leyera la mente–. He sido cautiva de los señores del norte por varios años, pero escapé ya que mis hermanas me advirtieron de la llegada de un cazador que acabaría con todos los monstruos que habitan la tierra y que mi deber era el de ayudarlo.

Zágahan quedó totalmente confundido con esa revelación, las diosas solo le pidieron que resguardara a la muchacha, jamás mencionaron a un cazador.

–Yo debo protegerla –le recordó–. Soy un asesino que se alimenta de los ígonords y no creo a un cazador le agrade encontrarme.

–Tendrá que hacerlo cuando llegue el momento –sentenció Galáhia–. Eres mi guardián por deseo de las diosas y ningún cazador se atreverá a contradecirlas.

Sin decir más, la joven comenzó a caminar entre los árboles y Zágahan la siguió de cerca. Le ponía nervioso verla esquivando las ramas bajas y trataba de limpiar un poco el camino, pero ella percibía todo perfectamente a pesar de la venda que le cubría los ojos y eso lo hacía sentir tonto, desorientado. El paso lento de la mujer tampoco ayudaba a que se adaptara a este nuevo cambio. Él estaba acostumbrado a correr y trepar para desafiar al tiempo, por eso no pudo contenerse por mucho más y se dejó caer sobre las raíces oscuras que sobresalían de la tierra para obstruirles la marcha.

Él estaba acostumbrado a correr y trepar para desafiar al tiempo, por eso no pudo contenerse por mucho más y se dejó caer sobre las raíces oscuras que sobresalían de la tierra para obstruirles la marcha.




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