La llegada del Sídalo

8

El sol salió y Zágahan llevaba pocas horas sumergido en el sueño, pero no se arrepintió de semejante vigía, la imagen de la muchacha lo había calmado como nada más podía hacerlo y ella lo advirtió al saludarlo tímidamente.

– ¿Tienes hambre?

Galáhia le respondió sacando una de las frutas que le quedaba y la mordió tan vigorosamente que él tuvo deseos de reír, sin embargo, el paisaje a lo lejos carecía de belleza y prometía ser difícil de transitar, cosa que le desanimaba profundamente.

–Tendremos que atravesar las montañas –advirtió el guardián–. Podremos estar más tranquilos porque los ígonords prefieren los bosques, pero puede ser un tanto fatigoso para ti.

La joven se encogió de hombros y en un gesto repentino, abanicó su cabellera para que le cubriera únicamente la espalda. Zágahan no estaba preparado y un suspiro se le escapó. Avergonzado, recogió sus armas y trató de que su piel no igualara en intensidad a su traje purpúreo.

–He atravesado antes esas montañas –le contó Galáhia cubriéndose con su capa–. No le causaré problemas.

Zágahan no supo que responderle y se limitó a encabezar la marcha hacía la empinada montaña que amenazaba con arrojarle sus rocas filosas con tal de que no importunaran su sueño milenario. El aire tampoco ayudaba a los viajeros y el polvo que arrastraba, hacía casi imposible el respirar. El sol calentaba sus espaldas y muy pronto dejaron de avanzar con los pies para ayudarse con las manos.

El asesino sabía muy bien que su protegida no tenía las fuerzas suficientes como para resistir otra hora de camino y por eso se detuvo, pero contrario a lo que esperaba, ella le extendió los brazos para que la tomara. Por unos segundos no comprendió, mas al verla subiéndose los bajos del vestido, Zágahan descubrió que ya no era solamente el guardián sino también el transporte de la hermana de las diosas. Ella resultó ligera y suave al contacto, lo que les ayudó a mantener el ritmo y al llegar el medio día, ya habían superado lo más arduo.

La montaña continuaba quejándose por los azotes del viento, pero el muchacho se sentía a gusto recibiendo el calor del cuerpo femenino contra el suyo y a pesar de que sabía que ella se había quedado dormida hacía casi una hora, no dejaba de apreciar su compañía.

–Nos detendremos cerca de un pueblo que se levanta detrás de aquel risco –le avisó agitándola levemente.

Galáhia suspiró y liberó una de sus manos para limpiar las huellas del sueño que la hicieron enrojecer de vergüenza.

–Necesitamos provisiones y quizás encontremos también noticias sobre los cazadores.

–No dejes que los humanos vean tus armas –le advirtió la muchacha–. Se asustarán y no podremos obtener nada.

Zágahan estuvo de acuerdo, mas ella no pudo comprobarlo porque se volteó para destapar sus ojos y tras una fugaz mirada a su alrededor, volvió a cubrirlos con sus vendas.

–No hay peligro.

–Entonces me esperarás aquí –decidió el guardián–. Sus vendas despertarán la curiosidad de los hombres.

– ¿Puedo al menos esperarlo junto al lago?

Él no supo cómo resistirse a esa petición y le ofreció su mano para guiarla, solo que ella no la aceptó y recogiendo las pertenencias, se encaminó hacia el hilo de agua que desembocaba en un lago de aspecto sereno. Zágahan la siguió con la vista hasta que tomó asiento a la orilla. Galáhia sentía el peso de los ojos del hombre en su cuello y se estremeció, pero ahora tendría unos momentos de tranquilidad que aprovecharía para descubrirse el rostro.

Jamás podría hacerlo junto a él, sus víctimas lo rodeaban constantemente, clamando venganza y eso era algo que ella no soportaría por más que lo intentara. ¿Por qué sus hermanas eligieron a un asesino devorador de Ígonords para ser su guardián? ¿A caso no sabían cuan intenso era su dolor cada vez que escuchaba los lamentos de aquellos que murieron por causa de Zágahan?

Galáhia trató de reponerse y respiró con fuerza para que el aroma del lago arrancara el recuerdo de la sangre putrefacta, pero la risa de un grupo de niños la obligó a cubrirse nuevamente sus ojos delicados. No se movió, esperó pacientemente a que se marcharan, mas estos avanzaron hasta llegar a ella.

–Es ciega –anunció uno de los pequeños.

Tres de los niños se arrastraron hasta la extraña que reposaba en silencio y trataron de arrebatarle sus alforjas. Galáhia los sorprendió echándoles un poco de agua con sus manos y los intrusos corrieron muy divertidos para luego volver a chapotear junto a ella. Sus risas alcanzaron los oídos del temible asesino que descendía por la montaña y al reconocer sus vestiduras purpúreas, los infantes echaron a correr.

– ¿La molestaban? –Preguntó.

Galáhia negó con la cabeza mientras se incorporaba para recibir las alforjas, que ahora estaban totalmente cargadas con frutas y una garrafa.

–No hay rastros de cazadores en ese pueblo –dijo–. Le he traído un vestido nuevo y en la mañana…

Zágahan no pudo continuar, una piedra alcanzó su espalda a gran velocidad y al voltearse, encontró a cinco pequeños armados y dispuestos a defender a la joven ciega.

–Por favor, no los dañe –le pidió Galáhia–. Yo los alejaré.

La joven corrió hacia los pequeños y trató de persuadirlos, pero ellos estaban demasiado animados y no renunciarían a una tarde de juegos, así que no le quedó más remedio que compartir un poco más del agua helada que reflejaba sus figuras.




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