La llegada del Sídalo

9

Como cada noche, lloró en silencio y rogó para que la luz alcanzara al corazón del guardián y cuando el sueño se impuso, fue el recuerdo de su risa desprendida lo que la acompañó y no el gris frío de sus ojos.

El relincho de un caballo la despertó. Sobresaltada, Galáhia se dirigió hacia el guardián que se ocupaba del animal.

– ¿Por qué ha traído un caballo? –Lo interrogó.

–Para que no tenga que caminar –le contestó él sorprendido por su actitud–. Pensé que le agradaría.

–Les temo.

Zágahan no podía creer lo que escuchaba. Su protegida le temía a esas criaturas nobles, que siempre servían sin más reclamos que un poco de agua y pasto.

–Debió preguntarme antes –indicó ella.

–Iba a hacerlo cuando fui atacado por esos chiquillos –le recodó Zágahan.

Galáhia no supo que decirle y prefirió darle la espalda para ocuparse de sus asuntos. No era agradable viajar con tanta frialdad y seguramente ese caballo podría hacerles más fácil el camino, pero ella nunca olvidaría que, con su ayuda, los señores del norte la persiguieron durante años hasta que la atraparon.

No, a Galáhia no le gustaban esos animales y por eso se fue alejando cada vez un poco más hasta que unos pétalos rosáceos llamaron su tención. Hacía mucho que no veía una flor como esa y no pudo resistiese. Escaló trabajosamente por las rocas hasta llegar a ella y su perfume le recompensó, pero cuando quiso arrancarla, el aire despeinó su cabellera y casi pierde el equilibrio.

– ¿Qué hace? –Chilló Zágahan al pie del peñasco–. No se mueva más o terminará cayendo.

La advertencia del guardián despertó los nervios de la muchacha a quien un nudo le latió en el estómago y todo a su alrededor comenzó a moverse. Zágahan no titubeó, con la ayuda de su látigo espinado, ascendió velozmente hasta que su mano estuvo al alcance de la muchacha, que no lo rechazó. Abrasados descendieron y ella aun temblaba cuando sus pies se posaron en la tierra.

–Perdóneme, sé que he sido imprudente –admitió Galáhia–. Por alguna razón me siento más confiada que antes. En otro momento no me habría atrevido a tanto.

Zágahan comprendía perfectamente los motivos que la llevaban a pensar así. Ahora que él la acompañaba, ella se sentía mucho más segura y en situaciones de riesgo, no le importaba que fuera un asesino mientras la mantuviera con vida.

Galáhia clavó sus ojos vendados en la flor que se agitaba por el aire y se estremeció un poco con el chirrido que Zágahan levantaba al sacudir su látigo. Ambos guardaron silencio, pero les había quedado muy claro que tendrían que esforzarse para comprenderse o habría muchos problemas en el transcurso de su viaje. Él debía contar con ella antes de tomar decisiones y Galáhia debería confiar un poco más en su protector, solo que no era tan fácil hacerlo como pensarlo.

–No vuelva a alejarce de mí –le pidió Zágahan mientras recogían sus pertenencias.

Galáhia asintió y se dispuso a seguirlo, pero su guardián tenía intenciones muy diferentes y le ofreció las bridas del caballo.

–Será más cómodo si bajamos esta montaña con ayuda.

–De ninguna manera –sentenció la muchacha.

Zágahan sabía que no podía obligarla o el caballo terminaría rechazándola también y por eso se le acercó. Trató de aparentar serenidad y escogió un tono de voz que la hiciera confiar, pero ella estaba realmente asustada y no dejaba de mirar al animal.

–Los caballos son como los hombres, pueden ser fieles y dóciles como también son bravos y se defienden si los agreden –le dijo–. Si no lo azota en vano, él no le lastimará y aceptará su peso, así como sus caricias.

–No.

La paciencia del asesino no duraría por mucho más y rebuscó en lo profundo de sus pensamientos hasta que una idea le dio el respiro que necesitaba. Sin pensarlo dos veces, se dirigió hacia sus alforjas y arrancó una cinta dorada que adornaba el vestido que le había comprado.

–Me gustaría que cambiara esas vendas por esta cinta –le propuso–. Es más digna de su belleza.

Galáhia estaba tan sorprendida por el elogió, que no advirtió como sus manos se extendían para tomar el regalo. Diligentemente se quitó las vendas y puso mucho cuidado en cerrar fuertemente los ojos para no ver la oscuridad que los seguía. Ese gesto la hizo ver tan infantil que Zágahan sintió deseos de reír, pero prefirió aprovechar el descuido para tomarla por el talle y sentarla sobre el caballo.

– ¿Qué hace?

Él no hizo caso de sus reclamos y tomando las bridas, comenzó a caminar a su lado. Galáhia se aferró temerosa a la crin espesa que ondeaba tanto como su propia cabellera y por unos segundos su corazón latió tan desenfrenadamente que creyó que pronto se escucharía su eco en las montañas.




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