La luz olvidada

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Sant Climent de Taüll, Pirineos catalanes

 

Dos días después

 

Cuando estacionó el coche cerca de la iglesia, se dio cuenta de la inmensidad que lo rodeaba. Carraspeó, quitó el contacto, abrió la puerta y salió al frío matutino que dibujaba curiosas formas en las laderas de las altas montañas. Sus picos permanecían nevados, como recónditos espacios por descubrir. El inspector Nicolás Ugalde respiró hondo, queriendo sentir toda la quietud que lo envolvía. Acto seguido, cerró el vehículo y se dirigió al templo de piedra que tenía frente a él.

Situada en lo alto de un cerro que dominaba el pueblo de Taüll, en plenos Pirineos catalanes, aquella edificación romana de planta basilical y de esplendoroso campanario era la perfecta demostración de lo que, allá por el siglo xii, la ingeniería de la época era capaz de construir. Era lógico pensar que toda construcción dedicada a una deidad requería de su santo esfuerzo, pero más aún si se construía a esa intimidatoria altura y con piedras transportadas de una cantera a más de cuarenta kilómetros de distancia. El característico campanario de Sant Climent de Taüll se erigía —sumando los mismos metros de altura que el perímetro del recinto, como era costumbre en la época— coronando buena parte de la Vall de Boí, un reducto de ensueño enclavado en las altas montañas.

Poco acostumbrado a trabajar en aquel tipo de lugares, el inspector cruzó el pequeño camposanto situado en la parte de atrás del edificio y giró en dirección al pórtico principal. Vagamente, pensó que el conjunto románico impresionaba. Cruzó el umbral y se topó con un puesto de recepción colindante a una vidriera en la que se exponían recuerdos de la zona. Reclamo turístico desde hacía años, aquella iglesia consagrada por el pueblo fue declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco en el año dos mil. Un policía local —de más que dudoso aspecto físico— lo recibió y lo acompañó hasta el interior del edificio, compuesto de tres naves separadas por dos columnas cada una y un ábside de piedra tosca sin tallar. En el interior no había ventanas, solo unos huecos abiertos en la cabecera del mismo ábside.

—No hemos tocado nada —le explicó el agente—. Está tal y como lo encontró el conservador esta madrugada.

Horas atrás, una llamada del comisario lo había sacado de su cautiva rutina para investigar un caso de suicidio en aquel recóndito pueblo. «Te vendrá bien», le sugirió, dadas las últimas circunstancias que rodeaban a su vida profesional.

Caminaron hasta la parte baja del presbiterio, donde había un espacio precintado por cinta policial. Cerca de un escueto altar había tres personas uniformadas contemplando el cuerpo de una mujer que yacía bocarriba en el suelo. Uno de los agentes, que se presentó como el sargento de policía del vecino pueblo de Barruera, se acercó y le tendió la mano bajo la cálida luz que bañaba el sagrado espacio de piedra. Frente a él, en el ábside, se encontraban los restos del Pantocrátor, retablo mundialmente conocido y símbolo artístico del románico catalán, cuya obra original —gracias a una innovadora técnica de extracción— se conservaba en el Museu Nacional d’Art de Cataluña, en Barcelona. La icónica y colorida imagen del Cristo simbolizando el inicio y el fin de todas las cosas impresionaba a simple vista aunque no fueras aficionado al arte.

El inspector Ugalde saludó al hombre, que sobrepasaba los cincuenta y lucía un corte de pelo militar.

—Buenos días, inspector —le devolvió el saludo el sargento. Desvió la mirada hacia la joven que reposaba en el suelo—. Sonia Jalabert, vecina del pueblo, treinta años recién cumplidos —dijo con voz monótona.

Tras un escueto saludo a los demás presentes, Ugalde se acuclilló y realizó un examen preliminar de la víctima mientras se colocaba los guantes de látex. El inspector lucía una tupida barba oscura que ya comenzaba a clarear por diversas zonas y que solía cuidar hasta el extremo. Su olor a loción camufló el hedor que empezaba a apoderarse del ambiente. Suspiró, y le supo mal no sentir ningún tipo de aflicción; había llegado un momento en el que su percepción de la muerte era totalmente ajena al dolor.

La joven permanecía con el rostro de lado, en un ángulo de noventa grados y con un orificio de proyectil de entrada del que había emanado sangre con vehemencia. Uno de los expositores, el cual contenía un tapiz tan antiguo como valioso, se había llevado la peor parte. La mujer tenía en la mano derecha el arma con la que presumiblemente se había disparado y provocado su propia muerte. Le giró la cabeza con cuidado, realizó un par de comprobaciones rutinarias y volvió a ponerse de pie.

El sargento al mando tomó la palabra:

—El conservador de la iglesia la encontró nada más abrir. Creemos que pudo haberse suicidado a primera hora de la noche, justo al echar el cierre. Las marcas de sangre y su sequedad así lo evidencian. Aunque los forenses tardarán horas en llegar. —Dudaba de su hipótesis, el hombre mostraba buena compostura y un rigor exquisito.

Ugalde sintió algo de empatía al toparse de nuevo con un caso como aquel, en el que una joven vida se truncaba como tantas otras veces había visto. Hizo una pequeña mueca de aprobación, se giró y realizó una llamada telefónica con la precaución de que nadie escuchara sus palabras. Acto seguido, ante la inicial sorpresa de los presentes, mostró las palmas de sus manos.

—¿Alguna otra hipótesis? ¿Alguien que conociera a esta mujer?

Los ojos azules de la víctima aún desprendían esa chispa de juventud olvidada que se había perdido en algún resquicio de sus truncados pensamientos. Su cabello rubio y lacio caía sobre el suelo con delicadeza, mientras que sus amoratadas manos habían buscado algo a lo que agarrarse con dificultad, probablemente antes de morir. Aquella prueba ya era lo suficientemente clara para apuntalar su hipótesis preliminar.



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En el texto hay: thriller

Editado: 27.11.2020

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