La luz olvidada

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Sitges, Barcelona

 

El eco resonaba entre los pasillos del teatro vacío a aquellas horas de la noche. Solo en el escenario y frente a un piano de cola Steinway and Sons, el inspector Nicolás Ugalde ultimaba su preparación para el recital que ofrecería al día siguiente para gran parte de los ciudadanos de su pueblo. Siempre había encontrado demasiada similitud entre la música y su profesión. Al fin y al cabo, todo se reducía a un número de circunstancias que se desviaban de una armonía selectiva; bien de una partitura, bien de la propia vida.

No recordaba con exactitud cuándo había aprendido a tocar, ese momento exacto en el que comenzó a divagar por las notas melódicas que componía en sus pensamientos. Si funcionaba bien, un concierto de piano lograba ser una maravillosa forma de encontrar armonías en uno mismo, como una mácula de brillantez sobre el pensamiento humano. La acústica de aquel teatro era maravillosa: las paredes de madera ayudaban a conservar los ecos graves y las columnas de piedra ejercían de bastión melodioso para guiar al intérprete por la buena senda y al espectador por el divertimento.

Cuando lo creyó oportuno, se puso de pie y caminó hacia la parte trasera del escenario, donde lo esperaba al pie de la escalera su promotora y amiga Amaia Galván. Como tantas otras veces, lo recibió con una sonrisa generosa.

—Sé que es importante para ti —le dijo mientras cruzaban el laberinto de pasillos—. Más después de tanto tiempo sin tocar.

—Mi exquisito gusto por la buena música nunca se ha visto afectado.

Le pasó una carpeta que contenía las partituras que iba a interpretar al día siguiente. No cabía duda de que Nicolás Ugalde podía considerarse un tipo atractivo: de media estatura, rostro sereno y poblado por una espesa barba cuidada al detalle, ojos verdosos y cabello castaño que ya comenzaba a dibujar motas plateadas por las sienes. Vestía una camisa a cuadros y unos pitillos elegantes que le hacían resaltar una trabajada figura. Ambos fueron a morir a la cafetería, su confesionario propio desde hacía años.

—¿Sabes? Te culpas demasiado por todo, y pienso que demostrarías más inteligencia al no hacerlo.

Ugalde sorbió de la taza y, reflexivo, lanzó una pregunta al aire:

—¿Y quién juzga si debemos culparnos o no?

—Ese es el arte del ser humano —le contestó—. Ya hemos pasado los cuarenta, y puede que nos quede menos de la mitad de nuestra existencia. ¿De verdad vale la pena? —Los ojos azules de Amaia eran escrutadores, capaces de sacar una verdad de donde no la había.

—Nadie ha dicho que fuera fácil. Además, me lo dices tú, una respetada mujer casada con un supervisor de bomberos, madre de dos hijos y dueña de una carrera meteórica.

—Las comparaciones son odiosas, amigo.

—Y el no comparar también lo es.

Nicolás Ugalde estaba pasando por un mal momento, y bien sabía Dios que aquellas conversaciones con Amaia lo reconfortaban. Habían compartido vivencias desde el instituto en el mismo Sitges, forjando una amistad duradera que durante algún tiempo había transitado la delgada línea que separa el amor de la cordura; aunque supieron parar a tiempo al ver que sus respectivos egos chocaban a cada intento. Ambos se apreciaban hasta el extremo, contaban el uno con el otro, y Nicolás tenía el honor de ser padrino de una de sus hijas. A su nula percepción de socializar, al criminólogo había que sumarle la tristeza de la pérdida de una compañera de departamento en acto de servicio. Aquello lo estaba traumatizando incluso más de lo que habría imaginado.

—Las cosas suceden porque tienen que suceder. Si no, jamás habría podido dedicarme a lo que me dedico —se abrió ante la mujer—. Pero pude hacer más.

—Nicolás, esa certeza solo la tienes tú. En este caso, no hay que culpar a nadie, ni a ella misma. Arriesgó según la metodología y salió mal.

—Y yo debería haber estado allí para darme cuenta. No puedo negarme que llevaré el resquemor muy encima durante mucho tiempo.

—No te han apartado del departamento, recuerda que has sido tú quien ha necesitado un permiso especial. Además, acabas de llegar de los Pirineos para distraerte con una escena del crimen que según tú estaba montada.

—Todos estos casos no me llenan. Me aburren. Y puede que no haya obrado bien.

Aquella sensación que planeaba por su cabeza cada vez lo atormentaba más.

—Tengo que ir a recoger a las chicas. Es tarde y mi madre ya les habrá dado de cenar —dijo ella mientras se ponía de pie. Dejó un billete de cinco euros sobre la mesa, cogió sus cosas, rodeó el mobiliario y lo besó en la mejilla, a lo que él respondió achuchándole una de las manos.

—Mañana será un gran día. Te los meterás a todos en el bolsillo.

Minutos después y tras dejar prácticamente todo listo para el recital que llevaría a cabo al día siguiente, Nicolás Ugalde abandonó el teatro y encaró la estrecha callejuela trasera del edificio para perderse en el laberinto de calles del casco antiguo de Sitges, un reducto encantador por el que siempre le gustaba evadirse. Odiaba que su pueblo, aquella bonita villa pesquera de orígenes íberos situada al sur de Barcelona, fuera un reclamo turístico más dentro del catálogo inacabable que abarcaba toda Cataluña; aquella simple vitola era insuficiente.

No era un hombre que se prodigara en hablar de su vida privada y que valorara hacer amistades allá por donde fuera; todo lo contrario. En el cuerpo de policía solo se le había conocido una pareja estable, y más de uno dudaba de si aún continuaban juntos. Solo unos pocos conocían la realidad de que era soltero y que no tenía intención de conectar con nadie a no ser que fuera por estricta necesidad. Acostumbraba a madrugar para salir en bicicleta por el macizo del Garraf y, religiosamente, cada viernes por la noche compartía un par de copas y vivencias con antiguos compañeros de la facultad. Pese al puesto que representaba, intentaba llevar una vida lo más rutinaria posible. Sin embargo, había momentos en los que no tenía más remedio que dejarse llevar por sus obligaciones.



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En el texto hay: thriller

Editado: 27.11.2020

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