La luz que no quisieron ver

Capítulo 16: El Murmullo Bajo la Armadura

Capítulo 16: El Murmullo Bajo la Armadura

El campamento cruzado había cambiado.

No en apariencia. Las tiendas blancas seguían alineadas como dientes, los estandartes aún ondeaban con el símbolo del Sol Partido, y los rezos resonaban al amanecer.

Pero Caelum lo sentía.

La fe que predicaban ya no brillaba… solo pesaba.

—Bienvenido de regreso, Inquisidor Caelum —saludó un joven capitán, con una sonrisa tensa—. Se te extrañó… en ciertos círculos.

Ilhara, caminando a su lado, apenas escondió la mueca de desconfianza. Habían pasado semanas desde que ambos partieron a investigar los pueblos arrasados, y desde entonces, los rumores habían florecido como hongos venenosos.

—¿Dónde estuviste, “paladín”? —preguntó un sargento entre dientes, lo bastante alto para que otros lo escucharan—. ¿Salvando demonios otra vez?

Caelum no respondió. No por miedo. Sino porque había aprendido que el silencio a veces era más poderoso que el sermón.

El consejo militar fue convocado esa misma noche. Doce altos oficiales, todos vestidos con túnicas negras de cruzados veteranos, se sentaron alrededor del fuego sagrado. Y entre ellos, una silla vacía:

La del Cardenal Myros.

Caelum se inclinó al entrar. No por sumisión, sino por respeto a la figura que una vez creyó sagrada.

—Hermanos. He regresado con informes sobre la corrupción demoníaca en los valles del sur. Pero también…

—¿También qué? —interrumpió un anciano inquisidor, con la mirada afilada—. ¿Vas a decirnos que algunos demonios son “salvables”?

Un murmullo helado recorrió el círculo.

Caelum no bajó la cabeza.

—Sí.

El silencio se volvió cuchilla.

—He visto con mis propios ojos cómo algunos de ellos, liberados del yugo del Cardenal, recobran su conciencia. Su humanidad perdida. No todos son bestias. Algunos fueron víctimas. Como muchos de nosotros.

Uno de los caballeros escupió al suelo.

—¿Desde cuándo hablamos de demonios como personas?

—Desde que empezamos a actuar peor que ellos —respondió Ilhara, adelantándose.

Todos se voltearon a verla. Ella apretó la empuñadura de su espada, con el rostro sombrío.

—He estado con Caelum. Lo he visto curar, no solo con milagros, sino con palabras.
Y por primera vez, creí que el bien aún existe entre nosotros.

El anciano inquisidor golpeó la mesa.

—¡Basta! ¡Esto es herejía disfrazada de compasión!

—¿Entonces el Cardenal no está aquí para juzgarme? —preguntó Caelum, mirando la silla vacía.

Un silencio espeso.

Fue entonces cuando una figura apareció en la entrada de la tienda.

Alto. Cubierto con una túnica púrpura y un báculo adornado con gemas que latían como corazones podridos.

El Cardenal Myros.

—Estoy aquí —dijo, con voz suave como veneno.

Todos se pusieron de pie.

Caelum sintió una opresión en el pecho. No miedo. Algo más profundo: una antigua tristeza. La misma que se siente cuando se descubre que la luz en la que creías… estaba hueca por dentro.

Myros lo miró como quien observa una herramienta desafilada.

—Caelum. Tu bondad no pasa desapercibida… ni tampoco tu desobediencia.

—No he traicionado la fe, Eminencia.

—No. Pero has dejado que la fe te traicione a ti.

Un murmullo surgió de los presentes. Algunos desviaron la mirada. Otros sonrieron. Y uno —solo uno— cerró los ojos, como quien ya sabe lo que vendrá.

Caelum entendió. Esa reunión no era un juicio.

Era un aviso.

Myros se acercó, colocó una mano en su hombro y murmuró:

—A veces, los santos deben ser sacrificados… para que el altar siga en pie.

Caelum sostuvo su mirada, con fuego en los ojos.

—Entonces prepárese, Eminencia.

—¿Para qué?

—Para ver que incluso si matan mi cuerpo… mi fe seguirá caminando.




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