TEPIC ERA UNA CIUDAD PEQUEÑA, SUS EDIFICIOS ERAN BAJOS, aquellos más altos eran los hoteles -que tampoco lo eran demasiado-, tenía algunas plazas y un par de parques, sobre todo, Ayla debía conceder que el aire se sentía distinto de algún modo, más ligero pero al mismo tiempo más pesado, libre de la peste de las fábricas pero cargado de aquello que ella por primera vez pudo reconocer como magia.
Las calles eran estrechas en su mayoría, algunas eran curvas y otras rectas, había tanta variedad que a pesar de las indicaciones que les dieron para llegar al hotel, tuvieron que recurrir a la confiable herramienta que era el GPS.
El vuelo por fortuna había sido directo y había durado dos horas, el aeropuerto parecía estar hecho escala como todo allí, pero podía considerarse que tenía el tamaño perfecto pues se notaba poco concurrido, las dos horas de vuelo habían resultado casi sencillas para Ayla en comparación con el vuelo que habían tomado hasta Ciudad de México, la conversación había sido ligera y amena entre Ayla y William, la tensión entre ambos había sido intencionalmente reprimida por el momento pues ambos eran conscientes de que una cabina presurizada voladora no era el mejor sitio para comenzar a discutir a voz tronante. Habían hablado sobre trivialidades en su mayoría, Ayla había sido consideradamente menos hostil de lo que habría deseado pues, aunque no lo quisiera así, el hecho de que William estuviera tratando de distraerla para que no sufriera durante el vuelo era algo que le derretía el corazón.
Ayla descubrió verdad en sus furiosas palabras cuando notó que todo estaba sucediendo con demasiada rapidez, el tiempo se le estaba escapando en todo descuido, escurriendo entre sus dedos como si fuera agua, se derramaba y huía fuera de su alcance. Ayla no conocía a William. William no conocía a Ayla. ¿Cómo, entonces, podía sentir que todo aquello era real si ella había crecido incrédula ante la idea del amor a primera vista?
Ella era humana, escéptica como muchos, una creyente únicamente de aquello que podía ver y sentir, pero lo sentía en sus manos, en sus brazos, en sus piernas, en su mente y en su corazón, sentía que William era real, incluso en la distancia sentía su corazón latiendo por y para ella, era puro y desenfrenado egoísmo que eso fuera para ella un disfrute, pero no podía evitarse, cualquiera sentiría algo como aquello habiendo sido desprovisto de ese tipo de amor durante su vida y luego obsequiado con algo tan puro, natural y hermoso que se sentía irreal.
Ella no carecía de una historia, todos tenían una, aunque a veces se sentía mejor pretender que la habían olvidado, porque a veces las cosas no son lo que se espera, y la vida no está compuesta por los cuentos de hadas que quisiéramos, sin embargo las personas suelen ser una excelente contribución a ello, hay personas que te hacen sentir en un sueño, pero también hay personas que te hacen sentir un abrupto despertar.
El hotel en el que habían reservado habitaciones era considerablemente pequeño, diminuto en consideración con el anterior, estaba en el centro de la ciudad, un edificio de cinco pisos, ubicado junto a una pequeña plaza, los detalles en su estructura y sus interiores eran detallados y antiguos, de cierta forma le recordaban la misma esencia barroca, ornamentada, aunque sin llegar a ser excesivo.
Ayla conocía México, sí, pero jamás había visitado aquel sitio, era pequeño y estaba escondido tras grandes cerros, como si fuera un refugio del resto del mundo, según habían investigado, no había terremotos en el lugar, tampoco riesgo de inundaciones o tsunamis y no había volcanes activos en las cercanías, un pequeño rincón seguro en el mundo, intocable.
Ella había creído que cuando llegaran, dependiendo de la hora, saldrían de inmediato al sitio que les habían mencionado en búsqueda de la obsidiana, sin embargo, había resultado una creencia errónea pues William no había demostrado el más mínimo apuro por aquello, lo que inquietaba a Ayla, a pesar de esto, estaba poco dispuesta a interrogarlo al respecto, su orgullo superaba con creces su curiosidad, al menos hasta que comenzó a notar que los demás salían del hotel todo el día mientras ella permanecía allí con William, sintiéndose más ignorante que de costumbre.
El día tampoco era tan malo, William pasaba más tiempo con Ayla que nunca antes y habían desarrollado una curiosa rutina tras un par de días allí, ambos se adaptaban rápidamente al cambio de circunstancias según se había percatado ella, pues cuando llegó a Washington también había adquirido una rutina con rapidez.
Cuando Ayla movió su peón una casilla, tuvo que poner un considerable esfuerzo por ignorar la expresión arrogante de William, él se había propuesto enseñarle todo lo posible respecto al juego pero ella resultaba ser una completa desgracia en la materia así que él solía acabar con cada una de sus piezas sin hacer un solo sacrificio.
William había expresado su escepticismo cuando Ayla había mencionado su desagrado hacia el ajedrez, era un juego que le resultaba terriblemente aburrido sobretodo porque no lo entendía, cuando él descubrió que a eso se debía su falta de interés había conseguido un tablero de algún sitio y le había enseñado cómo se movían las piezas, ella había captado sin problemas la forma en que cada pieza debía orientarse por el tablero excepto por el caballo, que le resultaba complejo, siempre olvidaba cómo usarlo y como consecuencia no lograba siquiera moverlo antes de perderlo.
—Es tu turno —dijo Ayla, ligeramente irritada, recargando su peso contra sus manos que a su vez estaban apoyadas contra sus rodillas, su cabello caía a los lados de su cara sin molestarle demasiado y estaba inclinada hacia el frente tratando de ver el tablero desde arriba.
Estaban jugando en la pequeña mesa que estaba en la habitación de William (no habían vuelto a compartir habitación desde lo de Ciudad de México), no era muy cómodo pero no había muchas alternativas.