La Maldición de la Luna

Capítulo 27

AYLA SENTÍA SUS PIERNAS TEMBLOROSAS Y RESPIRABA CON DIFICULTAD, no estaba habituada a hacer un ejercicio tan intenso, subir aquel cerro la había dejado agotada lo que era bastante humillante ya que todos sus acompañantes lucían como si tan solo hubieran cruzado la calle, tan perfectos e impolutos que parecían irreales, ni un solo de sus cabellos estaba fuera de su sitio y por su piel no escurría ni una gota de sudor. 

Se habían desviado del camino estipulado, en contra del sentido común de Ayla, se habían internado entre los frondosos árboles por un camino terroso que dificultaba aún más la caminata, pero no objetó, pues Christina parecía bastante segura de a donde se dirigía, aunque de vez en cuando tuvieran que recordarle que no puede atravesar la materia y tuvieran que impedir que chocara con el tronco de un árbol.

— ¿Cómo puedes saber a dónde ir? —preguntó Ayla, desconcertada.

—Puedo sentirlo —respondió Christina, inhalando profundamente—. Es el olor de la magia, volviéndose más intenso.

Ayla guardó silencio, no lo entendía ni lo entendería, así que poco sentido tenía intentarlo. Siguió andando, apoyándose ocasionalmente en William cuando el suelo parecía demasiado inestable.

Las piernas le hormigueaban por lo mucho que había caminado, una irritante picazón desde las puntas de los pies hasta las rodillas, pero no se atrevió a quejarse, no cuando todos los demás estaban en perfecto estado.

Entonces, Christina los hizo detenerse frente a una hendidura en piedra, delgada pero larga y con una desconcertante oscuridad, total negrura, una cueva, y a juzgar por los escalofríos que pronto atormentaron a Ayla, era el sitio que estaban buscando.

—Tendremos que entrar uno por uno —comentó Nathaniel, inspeccionando el borde.

Eleonor sacó su teléfono y encendió la lámpara de este, apuntó la luz hacia la cueva, pero tan pronto como la luz tocó la oscuridad, se desvaneció, como si una barrera invisible impidiera el paso del brillo, no había visibilidad alguna.

—Iré primero —dijo Christina—. Quizá mi magia pueda iluminar un poco.

Ella no esperó respuesta de nadie e ingresó con seguridad a la cueva. 

Antes de que alguien pudiera detenerla, o ella misma pudiera arrepentirse, Ayla la siguió.

No había rastro del brillo de la magia de Christina, pues seguía tan oscuro como antes mientras Ayla avanzaba a tientas. Entonces, su piel comenzó a calentarse, lentamente y después con mayor rapidez. La oscuridad parecía devorarla, y el calor era como ser tragada por un pozo hirviente de alquitrán.

Y, para su desconcierto, de repente fue como despertar. 

Se encontraba en su habitación, bueno, la que solía ser su habitación en casa de sus padres, en Texas. Se veía tal cual la recordaba. Las paredes tenían marcas donde alguna vez ella pegó posters, y los estantes en la pared seguían tan torcidos como el día en que los colgó.

Ayla se levantó de la cama, tambaleándose. 

Superó rápidamente su estupefacción y corrió escaleras abajo. Allí, observó atónita a su madre y padre desayunar en el comedor de madera, y un plato ya puesto y servido para ella.

—Mira, ya despertó la bella durmiente —dijo, sonriente, su madre.

Su padre soltó una risa.

—Dale un descanso, estaba tan agotada que se quedó dormida en su antigua habitación —respondió, su padre.

—No entiendo, ¿qué… ? ¿Cómo… ? No. Esto está mal. Yo estaba…

Pero aunque trataba de recordar, no lograba alcanzar el recuerdo específico, solo sabía que había algo terriblemente mal con aquella situación.

— ¿Estás bien? —preguntó su padre.

—Perfectamente. —Se forzó a decir Ayla, y se sentó, lista para devorar su delicioso desayuno.

—Preparé huevos revueltos con jamón —anunció, satisfecha, su madre.

Ayla la miró, expectante, como esperando a que enlistara miles de otros platillos, pero eso no ocurrió, haciéndola sentir confundida, ¿por qué esperaba un bufete si aquel había sido su desayuno toda la vida?

Ignorando las miradas preocupadas de sus padres, ella se dedicó a comer en silencio, reconfortada por el sonido del metal de su tenedor golpeando contra la cerámica del plato. Oh, dulce silencio.

Al terminar, llevó su plato sucio a la cocina y, mientras lo lavaba, recordó que no había visto su teléfono celular hasta el momento.

— ¿Papá? —llamó, a gritos. — ¿Has visto mi teléfono?

Su padre, desde la sala, le respondió: —Lo dejaste acá, en la sala.

Ayla se secó las manos con la toalla junto al lavabo y casi corrió a la sala para tomar el aparato.

—Ah, los jóvenes y la tecnología —dijo su madre, leyendo el periódico por sobre el hombro de su esposo, ambos sentados en el sofá.

Ayla abrió la aplicación de contactos y deslizó su dedo por la pantalla una y otra vez, mirando los nombres. Sentía que había algo faltante, nombres ausentes. Y entonces, lo vio, y la golpeó con rudeza. 

Eleanor.

Recordó el aspecto de su rojizo cabello el día que la recogió en el aeropuerto, en Washington. Excepto que no recordaba haber estado en Washington.

—Mamá, Papá —llamó, tamborileando nerviosamente sus dedos contra el teléfono—, ¿recuerdan que haya viajado recientemente a Washington? 

Sus padres intercambiaron miradas.

—No, claro que no. Nos estás preocupando, cariño.

Ayla tragó saliva.

—Debo hacer una llamada, vuelvo en un minuto —dijo, y corrió escaleras arriba a encerrarse en el baño de su habitación. 

Se sentó en la taza del baño y se llevó sus manos a la cabeza, tirando de su cabello, estresada, sin saber que hacer, comenzó a abrir cada cajón e inspeccionar cada mueble en búsqueda de algo que no conocía, por momentos, el baño parecía transformarse en un lugar distinto, con muebles y colores distintos, casi gritó cuando el interior de un cajón se transformó, pasó, en un parpadeo, donde había estado un cepillo, gel para cabello, y algunos frascos de perfume, aparecieron una caja cerrada de condones y una secadora de cabello. Horrorizada, cerró el cajón de golpe y salió del baño.




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