La Maldición de la Luna

Capítulo 33

AYLA DESPERTÓ EN EL COMEDOR, DONDE HABÍA CAÍDO INCONSCIENTE PARA EMPEZAR, y creyó por una milésima de segundo que quizá todo había sido un sueño, una horrible pesadilla, hasta que su antebrazo ardió y su pierna quemó, un amargo y agobiante dolor que volvió reales sus temores trató de no gritar, pero algunas lágrimas salieron de sus ojos. Vio en la mesa, justo frente a ella, la daga del Sol, y a ella estaba adherida una nota.

Decide cómo quieres morir, como alguien libre… O como una prisionera. Mátalo. —K.

Ayla sintió la tentación de arrojar la daga lejos, las manos le temblaban. Observó de reojo a William, que aún yacía inconsciente, no dudaba que le hubiera dolido más a él la ruptura de su vínculo que a ella. Igual, trató de no mirarlo demasiado, temerosa de no sentir nada más que un vacío, la ausencia de un lazo que ya se había convertido en una parte de ella.

Pensó en el dolor que había causado un pequeño corte de aquella daga, y se recordó a sí misma sujetando su empuñadura y atravesando a una bruja con ella, solo para que después Christina asesinara a la mujer sin dudar ni por un segundo, y quizá aquello había sido un acto de clemencia, porque ella misma no tenía ni idea de cómo viviría después de lo sucedido.

Luchó por recordarse a sí misma que el dolor indicaba que seguía viva, tal como se había dicho cuando sus padres habían muerto, pero el remanente de su agonía no se desvanecía, al contrario, permanecía como un ardor en una extremidad inexistente.

Ella jamás podría asesinar a William, sin importar cuán mejor podría resultar su vida sin él, así que se llevó la mano al vientre y sollozó, un sollozo humillante y estruendoso, cargado de agonía y que habría causado escalofríos a sus escuchas.

Fue completamente consciente del momento en el que Will despertó, quizá era debido a que era demasiado consciente de todo en aquel instante, y lo escuchó removerse en su sitio para un instante después levantarse como un resorte tras ser aplastado. No sabía si él la miraba, probablemente no, pero, de igual manera, ella no lo miró, no podía.

— ¿Estás bien? —preguntó William, y a Ayla se le erizó la piel, un desagradable escalofrío recorriendo su columna vertebral.

Sus ojos ardieron. Sus mejillas se tiñeron de rojo.

Ojalá pudiera solo tomar esa maldita daga y convertirla en cenizas por lo que le había arrebatado, excepto porque aún la necesitaban, aún debían vencer a Katherine, aunque no supieran si ella todavía podría usarla después de que fue empleada en su contra.

—Tan bien como se podría estar, supongo. Creo que mi pierna está rota… —dijo Ayla, y fue consciente de la aspereza de su voz, probablemente debido a los incansables gritos que había liberado antes de caer desmayada, trató de no llorar.

—Yo ya sané, tengo algunas heridas un poco delicadas, todavía, pero no duele. Iré a ver a la manada —dijo William—. Buscaré a Christina y le diré que venga aquí, ella debería poder curarte. Y, Ayla, cuando estés bien, prepárate, no dudo que en el momento en el que el Sol se oculte, ellos vengan por ti. Se avecina una batalla.

—Ojalá solo fuera eso —susurró Ayla, a pesar de que escuchó los pasos de William al alejarse—. Se avecina una guerra que no sé si podremos ganar.

En aquel momento, Ayla descubrió que el silencio era un enemigo aún peor que la misma Katherine, porque el miedo tenía una voz propia, y el silencio no hacía más que ayudarte a escucharla.

Ella escuchó la puerta crujir al abrirse, y siguiendo sus instintos, tomó la daga del Sol y la ocultó tras ella. No sabía porque lo había hecho, no pensaba correctamente en aquellos instantes, su mente estaba nublada por el dolor y el miedo, así que sus instintos habían sido los que habían tomado el mando, como ver sus propias acciones desde una perspectiva externa, como un sueño.

—Tu pierna se ve horrible.

—Se siente tan mal como se ve —aseguró Ayla, con la voz ligeramente quebrada.

Christina, de entre todas las personas, se convirtió en su salvavidas cuando atravesó la estancia en su dirección, y, entre lágrimas, Ayla se disculpó, porque era consciente de que aquello era lo último que querría estar haciendo la bruja.

—Lo siento —susurró Ayla, repetidamente.

—Yo lo siento más —replicó Christina, tratando de contener su enfado—. Se los llevaron justo frente a nuestras malditas narices. Aquellos malditos traidores…

—Estoy segura de que el alfa ya se está encargando de ellos.

—Lo llamas el alfa —comentó Christina, confundida.

Ayla tragó saliva y se llevó las manos al vientre.

— ¿Crees poder arreglar mi pierna? —preguntó Ayla, tratando de cambiar el tema.

—No puedo creer que tengas el descaro de preguntarme siquiera.

Las manos de Christina brillaron, envueltas en bruma dorada, y ella las deslizó lentamente sobre su pierna, aunque sin tocarla en ningún momento, y pequeños hilos de luz se entrelazaron como costuras sobre su piel, dando a Ayla un alivio instantáneo. Pronto, su pierna se encontró en perfecto estado, aunque con algunas manchas de sangre seca sobre su piel.

—Necesito pedirte otro gigantesco favor —dijo, su mente aclarándose con lentitud debido a que el dolor se había detenido—. Necesito que hagas un hechizo para mí, ¿crees que puedas revisar al bebé? Solo necesito saber que está bien.




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