La manzana prohibida

Capítulo 1 — El sabor de lo no dicho

El vestido de novia cuelga de la puerta de mi habitación como un espectro hermoso y silencioso. Blanco, vaporoso, con encaje bordado a mano en las mangas y el escote en forma de corazón que mi madre insistió en que me haría ver como una princesa. Lo miro con una mezcla de nostalgia anticipada y una culpa que me recorre como una corriente eléctrica por debajo de la piel. Faltan veintiocho días para mi boda. Debería estar feliz, ¿no?

Pero no puedo evitar preguntarme, por enésima vez, si estoy a punto de cometer el mayor error de mi vida.

La luz de la tarde se cuela a través de las cortinas beige, tiñendo de oro los bordes de las cosas. Mi taza de té ya está fría. Tomo un sorbo igualmente, solo por hacer algo con las manos. Escucho el tintineo de las llaves en la puerta de entrada. Es Noah, mi prometido.

—¿Estás en casa, Eve? —su voz suena despreocupada, rutinaria.

—Arriba —respondo, rápida, escondiendo el catálogo de luna de miel que ni siquiera abrí.

Noah sube los escalones de a dos y entra en la habitación con esa sonrisa perfecta que lo convirtió en el chico más popular de la universidad. Me besa la frente y observa el vestido. Lo hace cada vez que entra aquí, como si ya pudiera ver el futuro colgado frente a nosotros.

—No puedo esperar a verte con eso puesto.

Yo sonrío. Miento. Como lo hago desde hace meses.

Esa noche, tras la cena con sus padres y los míos, regreso a casa sola. Noah tiene una reunión temprano en la mañana. Mientras manejo por las calles de la ciudad con las ventanas bajas y el aire cálido acariciándome el rostro, decido desviarme. No quiero irme a dormir. No quiero pensar.

Conduzco hacia el río. Es nuestro lugar. Bueno... era nuestro.

El muelle de madera todavía cruje bajo mis pasos como lo hacía cuando tenía diecisiete años. Me siento al borde, descalza, las piernas colgando sobre el agua. Cierro los ojos y lo veo: su sonrisa ladeada, sus ojos gris tormenta, el modo en que solía observarme cuando creía que no me daba cuenta. Milo Blackburn. El hermano mayor de mi mejor amiga. El chico que me rompió sin siquiera tocarme.

Y el chico que nunca supe cómo dejar atrás.

—No puedo creer que todavía vengas aquí —dice una voz grave a mis espaldas.

Me congelo. El corazón me da un salto violento, como si hubiera estado esperándolo todo este tiempo sin saberlo. Me doy vuelta lentamente.

Ahí está.

Milo.

Más alto, más marcado, con esa barba descuidada y el pelo más largo de lo que recordaba. Pero sus ojos... sus ojos siguen siendo los mismos. El tiempo no ha podido con ellos.

—Tú también estás aquí —respondo, apenas un susurro.

—Supongo que necesitábamos regresar. —Se sienta a mi lado sin pedir permiso, como siempre hacía—. Hay lugares que nos obligan a volver.

Me tiembla el estómago. No sé si es ansiedad, emoción o algo que no quiero nombrar. Hace cinco años que no lo veía. Cinco años de mensajes no respondidos, de silencios, de noches en las que soñé con él aunque intentara negarlo.

—¿Qué haces en la ciudad? Pensé que estabas en Nueva Zelanda.

—Volví hace una semana. Mi madre está enferma. Zoe me pidió que viniera.

Asiento, sintiendo una punzada de culpa por no haber ido a verla aún. Zoe, mi mejor amiga desde los doce, su hermana menor, no me lo mencionó. Quizá porque sabía que eso significaba enfrentarme a él.

—Me voy a casar —suelto, de repente, como si fuera una excusa, un escudo.

Milo gira la cabeza hacia mí. Su mirada se clava en la mía con tanta intensidad que me dan ganas de llorar.

—Lo sé —dice, sin expresión.

—¿Zoe te dijo?

—No. Vi la invitación en la heladera de casa.

El silencio que sigue es espeso. El río susurra a nuestros pies. Los grillos cantan a lo lejos. Todo parece seguir como si no se dieran cuenta de que el mundo acaba de romperse un poco más.

—Noah es un buen tipo —murmura Milo, pero no suena convencido.

—Lo es.

—¿Y tú?

—¿Yo qué?

—¿Eres feliz, Evangeline?

Sus palabras me atraviesan. No sé qué responder. No quiero mentirle a él.

—No lo sé —confieso.

Entonces, Milo hace algo que cambia todo. Se inclina, despacio, como si estuviera atravesando un campo minado, y apoya su frente contra la mía. Su aliento me envuelve. Su cercanía me derrite. Mis ojos se cierran por instinto.

—Todavía estás aquí —susurra—. Después de todo este tiempo… sigues aquí.

Y yo lo estoy.

En cada pensamiento. En cada duda.

Milo no me besa. No todavía. Pero se queda así, con la frente pegada a la mía, como si el contacto fuera más real que las palabras.

Y en ese instante lo supe. Lo supe con la fuerza de una verdad que nunca quise admitir:

No puedo casarme con Noah. Porque mi corazón nunca lo eligió a él. Siempre fue Milo. Siempre.




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