Volví a casa con la sensación de haber cometido una traición invisible.
No hice nada. No besé a Milo. No toqué su piel, ni siquiera me permití imaginarlo por más de unos segundos. Pero aun así, mientras caminaba por el vestíbulo del departamento que comparto con Noah, cada paso sonaba como una acusación.
El reloj marcaba las nueve y cuarenta y cinco. Noah ya había llegado, y por la luz tenue que salía desde el living, supe que me esperaba despierto.
—¿Dónde estabas? —preguntó desde el sillón, sin dejar de mirar su notebook.
—En la cafetería. Necesitaba aire —respondí, dejándome caer sobre la banqueta de la cocina.
—¿Todo bien? —Su tono era casual, pero sus ojos estaban fijos en mí. Analizándome.
Me obligué a sonreír.
—Sí. Solo estoy cansada.
Él asintió. Volvió a mirar su pantalla. Y en ese gesto tan pequeño, tan cotidiano, me di cuenta de algo que me dolió más de lo que esperaba: Noah ya no me ve.
Y lo peor es que probablemente yo también dejé de verlo hace mucho.
Al día siguiente, Zoe me escribió para invitarme a su casa. Me dijo que quería mostrarme unas ideas para la despedida de soltera. Su entusiasmo era contagioso… pero también me rompía el alma.
Porque, después de lo que pasó con Milo, ya no podía mirar mi boda del mismo modo. Ya no podía mirar mi vida del mismo modo.
Toqué el timbre con una sensación de culpa atascada en la garganta. La puerta se abrió y Zoe me abrazó fuerte, como si los años no hubieran pasado.
—¡Estás pálida! ¿Dormiste mal? —preguntó mientras me arrastraba al interior.
—Un poco. Pensando en… todo —respondí, intentando sonar natural.
El departamento de Zoe era idéntico a ella: desordenado, lleno de plantas, con luces cálidas y detalles artísticos en cada rincón. En la mesa del comedor había recortes, cintas, tarjetas con frases tipo “Team Bride” y una bolsa con cosas brillantes que decidí no preguntar qué eran.
—No quiero stripper —le dije apenas me senté.
Zoe se rió.
—Obvio que no. Estás con Noah desde siempre. Sería rarísimo.
La palabra “siempre” me dejó un sabor a óxido en la boca. Como si estuviera oxidada yo misma, atrapada en una versión de mí que ya no reconocía.
—¿Y Milo? —solté de pronto, como si su nombre hubiera salido solo, sin filtros.
Zoe se detuvo.
—¿Lo viste?
Asentí.
—En el muelle. Después, en la cafetería.
Ella frunció los labios.
—Lo sabía. Sabía que iba a aparecer justo ahora. Siempre hace lo mismo.
—¿Lo mismo?
—Se acerca cuando no debe. Te mira como si no existiera nadie más. Y después se va. Como si nada.
Me encogí un poco en mi asiento. No quería hablar mal de él. Ni tampoco defenderlo. Solo quería entender por qué sentir su presencia me hacía sentir tan viva… y tan traidora.
—No es tan simple, Zoe.
—Claro que no lo es —dijo ella, más suave ahora—. Pero solo te pido una cosa, Eve. No dejes que algo sin futuro arruine lo que has construido.
La miré a los ojos. Y me odié por lo que no dije.
Porque en ese instante supe que sí, que había algo con futuro. Algo que jamás había dejado de arder del todo.
Milo no era una interrupción.
Era el ruido que había estado debajo de todo mi silencio durante años.
Cuando regresé al auto, el cielo empezaba a teñirse de rosa y naranja. Y fue ahí, entre el sonido lejano de los autos y los latidos acelerados de mi corazón, que vi la figura apoyada contra el capó del coche.
Milo.
Con su camisa arremangada, los brazos cruzados y una mirada que podía prender fuego a la culpa que aún me pesaba en el pecho.
—¿Me seguiste? —pregunté, sin enojarme. Porque en el fondo… quería verlo.
—Te esperé.
—¿Para qué?
—Para darte esto —sacó algo del bolsillo de su campera. Era un sobre blanco, doblado por la mitad.
Lo tomé sin saber qué esperar. Dentro había una foto vieja, desgastada por el tiempo. Era de una noche en la feria del pueblo, cuando teníamos diecisiete. Él y yo, en la fila del carrusel. Yo reía. Él me miraba. La mirada lo decía todo.
—La encontré en una caja —dijo, apenas audible—. Pensé que te gustaría tenerla.
La sostuve entre los dedos como si fuera un tesoro olvidado. Y quizás lo era. Porque me recordaba lo que habíamos sido antes de que el tiempo y la vida nos llenaran de reglas, promesas rotas y decisiones cómodas.
—Gracias —susurré.
Y entonces lo hizo.
Se acercó un paso. Solo uno. Pero fue suficiente para que todo cambiara.
—No voy a besarte —dijo, con la voz ronca—. No hasta que tú lo hagas primero.
Y luego se fue.
Me dejó con la foto, el corazón al borde del abismo, y una certeza que ya no podía negar:
Estaba viviendo una mentira. Una mentira perfecta.
Y la verdad, con forma de Milo Blackburn, acababa de tocarme la puerta.