Amanecí con una sola certeza.
Tenía que terminarlo.
No podía seguir sosteniendo algo que ya no me pertenecía, algo que se sentía como usar un vestido ajeno. Noah merecía una verdad que dolía, pero era necesaria. Y yo… yo merecía empezar de nuevo sin cadenas. Aunque doliera. Aunque lo destruyera todo.
Me senté en la cama mientras él dormía a mi lado, completamente ajeno al huracán que se gestaba en mi pecho. Su respiración era tranquila, su rostro sereno. Acaricié la sábana con la punta de los dedos y pensé en cuántas veces me había dicho que me amaba. En cuántas veces respondí “yo también” sin detenerme a pensar si aún era cierto.
No era justo.
Ni para él, ni para mí.
Esperé a que se despertara. Me preparé el discurso mental mil veces. Pero no hay forma indolora de romperle el corazón a alguien.
—Noah, tenemos que hablar —dije, mientras él tomaba café en la cocina.
Alzó la vista, confundido.
—¿Tan temprano? ¿Pasó algo?
Asentí. Me senté frente a él. Mi voz temblaba. El corazón también.
—No puedo casarme con vos.
El mundo se congeló.
Noah dejó lentamente la taza sobre la mesa. Su expresión pasó de la sorpresa a la incredulidad, y luego al miedo.
—¿Cómo que no podés?
—No estoy segura de que lo que siento sea suficiente —murmuré—. Hace tiempo que lo vengo negando, pero… no puedo seguir mintiéndonos.
—¿Hay alguien más? —disparó, directo.
Y ahí estuvo la línea que marcaba el antes y el después.
—Sí.
Silencio.
No el tipo de silencio que abraza.
El tipo de silencio que parte en dos.
—¿Quién? —preguntó, como si la identidad pudiera aliviar la herida.
No dije su nombre. No hacía falta.
Noah se levantó y empezó a caminar por el comedor como si necesitara moverse para no gritar.
—¿Desde cuándo?
—No es algo reciente. Pero tampoco es algo que planeé. Simplemente… volvió. Y me di cuenta de que nunca se había ido del todo.
—¿Milo? —preguntó, con la voz rota.
Mis ojos se llenaron de lágrimas.
Asentí.
No gritó. No rompió nada. Lo que fue peor.
Me miró con una tristeza tan profunda que me sentí la peor versión de mí misma.
—Siempre supe que había una parte de vos que no era mía —dijo, bajando la mirada—. Pero pensé que con el tiempo… pensé que te alcanzaba.
—Lo intenté —susurré—. Lo juro que lo intenté.
—Lo sé —respondió—. Pero uno no puede forzar un amor que ya no existe.
Me fui de ese departamento con una valija pequeña, el corazón hecho trizas y la sensación de haber dejado atrás ocho años de historia. Una historia que merecía respeto. Una historia que, a pesar de todo, también me había hecho feliz en algún momento.
Llamé a Zoe. Necesitaba decirle antes de que lo hiciera alguien más. Pero cuando atendió, su voz era un vendaval.
—¿Es verdad? —dijo sin siquiera saludar.
—Zoe…
—¿Lo dejaste por Milo?
Cerré los ojos, respirando hondo.
—Sí.
Silencio. Frío. Letal.
—¿Cómo pudiste? —preguntó, y ahí estaba el juicio. El dolor. La traición.
—No fue planeado. No busqué que pasara. Solo… pasó.
—Él es mi hermano, Eve. Vos eras mi hermana. Y ahora me quedo sin los dos.
Mi pecho se apretó.
—No quería lastimarte.
—Pero lo hiciste. Y va a costar mucho perdonarte. Muchísimo.
Y cortó.
Me quedé sola.
Con el teléfono en la mano, en un banco de la plaza, el bolso a mi lado y los ojos ardiendo.
Perdí a Noah.
Perdí a Zoe.
Y aún así, en medio de todo eso, cuando escuché mi nombre en una voz ronca y familiar, supe que había algo que todavía no había perdido.
Milo.
Me levanté antes de que él llegara a mí.
Nos miramos en silencio. Y entonces, sin pedir permiso, me abrazó fuerte, como si fuera el ancla de mi naufragio.
—¿Estás bien? —susurró.
Negué.
—Pero ahora soy libre.
Él me besó la frente, como si prometiera que esta vez no iba a soltarme.
Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que quizás… lo peor ya había pasado.