La manzana prohibida

Capítulo 7 — El precio de elegirte

Me desperté con la luz del sol filtrándose a través de la ventana y el peso cálido del brazo de Milo rodeando mi cintura.

Estaba dormido, pero su respiración era tranquila. Como si él sí pudiera descansar sabiendo que, por fin, yo estaba allí. A su lado. Como si el mundo no se le viniera abajo. Como si hubiéramos ganado.

Pero todavía no habíamos ganado nada.

Aún faltaba enfrentarnos a lo más difícil: los otros.

Después del desayuno, decidí hacer lo inevitable. Fui a casa de Zoe.

El camino se sintió eterno, aunque solo eran veinte minutos en colectivo. Llevaba el estómago revuelto, el corazón apretado y las manos frías. No sabía qué iba a encontrar. No sabía si me iba a gritar, a cerrar la puerta en la cara o simplemente a llorar.

Lo único que sabía era que no podía evitarlo más.

Tocó el timbre y tardó en abrir.

Cuando lo hizo, su rostro era una mezcla de decepción, tristeza… y rabia.

—No me hables todavía —dijo, antes de que pudiera pronunciar su nombre—. Entrá, pero no me digas que no fue lo que parece.

Entré. La casa olía a lavanda, como siempre, pero todo estaba más desordenado. Había platos sin lavar, ropa en una silla, una taza de té frío sobre la mesa.

Zoe estaba deshecha. Y era mi culpa.

—No vine a justificarme —le dije—. Vine a decirte la verdad.

Ella se cruzó de brazos, como si se protegiera del huracán que se venía.

—Siempre pensé que, si alguna vez algo pasaba entre vos y Milo, me lo dirías. Como una amiga. Como una hermana. Pero me lo escondiste. Y peor: pasó mientras estabas comprometida.

—Lo sé —tragué saliva, con un nudo en la garganta—. Me lo escondí hasta de mí misma, Zoe. No planeé enamorarme de él. Solo… pasó.

—No, Eve. No pasó “solo”. Vos lo elegiste. Como elegiste traicionar a Noah. Como me elegiste a mí como daño colateral. ¿Sabés lo que se siente que tus dos personas favoritas del mundo te rompan al mismo tiempo?

No supe qué responder. Porque tenía razón.

—No vine a pedirte que me perdones hoy —dije—. Vine porque no quiero seguir alejándome de vos. Porque te amo. Porque me duele haberte fallado más de lo que podés imaginar.

Zoe bajó la vista. Respiró hondo.

—¿Lo amás? —preguntó, en voz baja.

—Sí.

Cerró los ojos. Las lágrimas le rodaron por las mejillas.

—Entonces hacelo bien, Evangeline. Por lo que queda. Por lo que alguna vez fuimos.

Asentí. Y antes de irme, le dejé sobre la mesa una carta que escribí la noche anterior. No sé si la leerá. Pero necesitaba dejar mi parte escrita, cruda y sincera.

Volví al hotel con la cabeza hecha un caos y el cuerpo tenso.

Milo estaba sentado en la cama, con una guitarra entre las manos. No sabía que tocaba. Nunca lo había visto así. Desprevenido. Íntimo.

Me miró al entrar y dejó la guitarra a un lado.

—¿Cómo fue?

—Duro —le dije—. Pero necesario.

Asintió, como si entendiera cada capa de ese dolor.

—Te tengo a vos —agregué—. Y por ahora, eso es todo lo que necesito.

Me abrazó. Y ahí supe que este amor no venía gratis.

No venía limpio.

Pero era real.

Y eso lo valía todo.




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