¡
Milo se estaba quedando conmigo cada noche desde que dejé a Noah. No lo hablamos, no lo planeamos. Simplemente pasó. Como si el espacio entre nosotros, una vez abierto, ya no pudiera cerrarse.
Compartíamos la cama, las risas bajas antes de dormir, las miradas cómplices. Me hacía café sin azúcar porque recordaba que lo odiaba dulce, me dejaba usar su campera enorme cuando salíamos a la terraza del hotel por las noches, y me escuchaba hablar, incluso cuando no decía nada importante.
Estábamos construyendo algo. Algo real.
Y sin embargo, cada vez que sonaba mi teléfono y veía el nombre de Noah —aunque no atendiera—, el cuerpo me reaccionaba como si hubiera cometido un crimen.
Esa mañana, bajamos a desayunar juntos. Era la primera vez que salíamos de la habitación como “algo”. No sabíamos bien qué éramos. No lo habíamos dicho en voz alta. Pero nuestras manos entrelazadas, los gestos, las miradas… hablaban por nosotros.
Y fue entonces que pasó.
Un flash.
Una cámara.
Un clic que cortó el aire como un disparo.
Giré en seco. Un chico de unos veinte años, con gorra y mochila, sostenía un celular con descaro, sonriendo. Antes de poder decir algo, ya había subido la foto a su historia.
—¿Qué fue eso? —pregunté, con el estómago apretado.
Milo se levantó.
—Voy a hablar con él.
Lo tomé del brazo.
—Ya está, Milo. No vale la pena.
Pero sí valía. Porque esa imagen, esa maldita imagen, iba a romper lo que quedaba intacto de nuestras vidas privadas.
Esa tarde, recibí una llamada de mi madre.
—¿Estás con Milo Blackburn?
Tragué saliva.
—Sí.
—¿Desde cuándo?
—Desde después de dejar a Noah.
—¿Y vos creés que eso lo hace mejor? ¿Sabés lo que va a decir la gente?
—No me importa lo que diga la gente —contesté, aunque sí me importaba lo que decía ella. Siempre me había importado.
—¿Y Zoe? ¿Ya no son amigas?
—No es tan simple, mamá.
—Vos eras la que tenía la vida perfecta. Y de pronto la arruinaste todo por un capricho adolescente que no superaste. No sos la Evangeline que criamos.
Eso fue como una bofetada.
Corté sin responder.
Porque no iba a justificar un amor que me estaba devolviendo a mí misma.
Esa noche, Milo me llevó al río. El mismo lugar del muelle, pero más al sur. Había una plataforma de madera abandonada donde nadie pasaba, un rincón escondido del mundo.
Nos sentamos con las piernas colgando, el viento frío de julio soplando fuerte, y el cielo lleno de nubes bajas.
—¿Te arrepentís? —preguntó él.
—No —respondí sin pensar—. Me duele. Me parte. Pero no me arrepiento.
—Yo tampoco —dijo, y tomó mi mano—. Lo volvería a hacer. Todas las veces.
Nos miramos.
Y entonces nos besamos.
Y fue distinto.
No como la primera vez. No como una explosión. Sino como un pacto. Como un “ya no importa el ruido, estamos acá”.
Éramos una tormenta callada. Dolorosa, sí. Pero verdadera.
Más tarde, mientras Milo dormía abrazado a mí, recibí un mensaje inesperado.
Era de Noah.
Solo decía:
“Nos vamos a cruzar. Espero que estés lista para lo que viene.”
Me quedé helada.
No sabía si era una amenaza, un reproche, o un grito desesperado desde su propio abismo.
Pero lo único que supe fue esto:
El pasado no había terminado conmigo todavía.