Esa noche llovió como si el cielo estuviera llorando por todos.
Zoe se quedó un rato más, sentada con nosotros en silencio. No hubo abrazos. Pero tampoco reproches. Y eso, en cierto modo, fue un pequeño milagro.
—No le den lugar —dijo finalmente—. A Noah. A lo que pueda decir. Si no pueden confiar el uno en el otro, entonces esto no va a durar.
Asentimos. Milo no soltó mi mano ni un segundo.
Cuando ella se fue, la habitación quedó en silencio. Un silencio denso, lleno de pensamientos que no sabíamos cómo ordenar.
Me acerqué a Milo.
—¿De verdad no tocaste esa cuenta? —le pregunté en voz baja. No porque dudara de él, sino porque necesitaba oírlo decirlo.
Él me miró, dolido. No por la pregunta. Por el hecho de que tuviera que hacerla.
—Nunca. No tocaría nada tuyo sin vos. Ni plata. Ni tiempo. Ni historia.
Suspiré, aliviada y culpable a la vez.
—Te creo —le dije—. Pero siento que estamos caminando por una cuerda floja, y que hay gente esperando abajo para vernos caer.
—Entonces no miremos abajo —respondió—. Sigamos caminando.
Los días siguientes fueron un desfile silencioso de tensión.
La foto en la cafetería se había viralizado más de lo que esperábamos. Algunos comentarios eran crueles. Otros morbosos. Y unos pocos, anónimos, me defendían. Pero lo peor no era lo que decían los demás.
Lo peor era lo que decía mi reflejo.
Yo, Evangeline Green, la que tenía la vida perfecta, ahora era la chica que dejó todo por “el hermano de su mejor amiga”. La que rompió un compromiso. La que algunos llamaban “traidora”, y otros, simplemente “impulsiva”.
Y sin embargo… cuando estaba con Milo, todo eso desaparecía.
Una tarde, fuimos al local que él estaba remodelando. Todavía estaba lleno de polvo, con paredes sin terminar y andamios en el centro del salón. Pero tenía algo mágico.
—¿Qué vas a hacer acá? —le pregunté, tocando con la punta de los dedos una de las columnas.
—Un taller. De carpintería artística. Pero también quiero que haya un rincón para lecturas. Para que la gente venga y se quede. Quiero que sea un lugar que inspire.
—Es hermoso —le dije—. Es tan vos.
Me sonrió. Con esa sonrisa chiquita y honesta que solo él sabía hacer.
—Y quiero que también sea un lugar para vos.
Lo miré, confundida.
—¿Cómo?
—Si querés escribir, este puede ser tu rincón. Si querés volver a dar talleres como antes, acá podés. No tenés que elegir entre nosotros y vos. No más.
No sabía qué decir.
Porque nunca nadie había pensado en mis sueños como parte del futuro. Siempre eran un anexo, un hobby, algo que tenía que encajar en los huecos de lo que ya estaba planeado.
Pero Milo… Milo quería construir desde mí, no encima de mí.
Lo abracé. Fuerte.
Y supe que aunque el mundo estuviera gritando, aunque la tormenta no amainara todavía, nosotros éramos la calma.
Esa noche, me llegó un mail sin asunto.
Era una captura de pantalla.
Un chat entre Noah y alguien llamado “M. Brennan”. Hablaban sobre mi cuenta bancaria. Sobre movimientos que no existían. Sobre cómo “hacerlo creíble”.
Sentí el estómago helado.
Me temblaban las manos.
Le mostré el mensaje a Milo.
—Nos quieren separar —le dije, con la voz hecha un hilo.
Él me miró fijo.
—Entonces no los dejemos.
Y ahí supe que la guerra había empezado.
Pero también, que ya no la iba a pelear sola.