La manzana prohibida

Capítulo 2: El café que no debí tomar

El café Bluebell’s seguía igual que hace cinco años. Los mismos ventanales empañados por el vapor, el mismo aroma a pan recién horneado y canela, las mismas luces cálidas que caían desde lámparas industriales sobre las mesas de madera. Y sin embargo, todo se sentía distinto. Porque esta vez no estaba entrando a buscar una medialuna ni a escribir en mi cuaderno. Esta vez iba a encontrarme con el hombre al que no dejé de amar, aunque fingiera haberlo olvidado.

Milo estaba sentado en la mesa del rincón, con una taza en la mano y la mirada perdida en la calle. Vestía un suéter gris oscuro, de esos que siempre le daban un aire melancólico. Su perfil seguía teniendo ese algo indescifrable que te atrapaba sin querer. Me vio acercarme y sonrió, sin sorpresa, como si hubiera sabido que iría.

—Puntual como siempre —dijo, levantándose para saludarme. Me ofreció la otra taza, como si nunca nos hubiéramos ido.

—¿Cómo sabías que vendría?

—Porque nunca dejaste una conversación a la mitad.

Me senté frente a él. La taza estaba caliente entre mis manos, con ese olor a café con canela que me recordaba tardes enteras en el viejo sofá de la casa de Olivia, cuando Milo bajaba a veces con una guitarra o un libro y terminábamos hablando de todo y de nada. El primer sorbo fue una descarga eléctrica. Me devolvió algo que ni sabía que extrañaba.

—¿Cómo estás? —preguntó, sin rodeos. Su voz era suave, como si temiera romper algo entre nosotros.

Lo miré. Había en su rostro señales del tiempo, del peso de los años: una arruga nueva en la frente, una sombra de cansancio en la mirada. Pero también estaba esa chispa intacta, esa forma de observar que te hacía sentir visible, desnuda y segura al mismo tiempo.

—Confundida —confesé—. Como si todo lo que construí se estuviera resquebrajando. Y no sé si quiero evitarlo… o empujar yo misma las paredes.

Él asintió despacio. Dio un trago a su café y luego apoyó la taza con cuidado.

—¿Por qué me escribiste?

Quise mentir. Decirle que fue un impulso, que solo necesitaba hablar con alguien. Pero las mentiras pesaban más cuando se decían en voz alta.

—Porque te vi y todo se volvió un caos. Porque no puedo dejar de pensar en esa última noche. Porque estoy a punto de casarme y no puedo hacerlo sin entender qué fue lo que pasó entre nosotros.

Milo entrecerró los ojos. Bajó la mirada. Sus dedos tamborileaban suavemente contra la mesa.

—Esa noche —dijo— fue la peor y la mejor al mismo tiempo. Te llevé al aeropuerto con la intención de decirte adiós. Pensé que lo tenía todo claro. Que podía verte partir sin decir lo que sentía. Pero cuando bajaste del auto y te alejabas… algo dentro de mí gritó. Y te besé.

Mi estómago se retorció. Aún recordaba ese beso. El frío del aire, la humedad en sus labios, el temblor en mis piernas.

—Y luego desapareciste —susurré.

—Porque si me quedaba, si insistía… sabía que ibas a romper con Noah. Y no quería ser ese tipo. El que arruina las cosas. El que te arrastra al caos.

—¿Y ahora sí querés serlo?

Milo me miró. Largo. Profundo.

—Ahora ya no tengo miedo de lo que siento. Y tampoco creo que vos lo tengas.

Mi corazón latía tan fuerte que lo sentía en los oídos. Quise negar, alejarme, salir corriendo. Pero algo me anclaba a esa mesa. Algo que ni ocho años con Noah habían podido borrar.

—Noah es bueno —dije, como una excusa que ya no creía—. Me cuida. Me quiere. Ha estado ahí siempre.

—¿Y vos?

—¿Yo?

—¿Lo amás?

El silencio se hizo insoportable. Afuera, la lluvia comenzaba a caer en gotas pequeñas que golpeaban contra el cristal. Me vi reflejada junto a Milo, como una escena sacada de otra vida. Una que quizás todavía podíamos vivir.

—Lo amé. O creí que lo hacía. Pero últimamente… siento que me estoy convirtiendo en alguien que no soy. Que sonrío para no romper nada. Y eso no es amor.

Milo no dijo nada. Solo estiró la mano y rozó la mía. Su piel era cálida. Familiar. El contacto fue breve, pero suficiente para que mi respiración se cortara.

—¿Por qué volviste? —pregunté.

—Papá se enfermó. Y necesitaba estar. Pero también… necesitaba cerrar algo. O abrirlo. No estoy seguro.

Volvió a sonreír, esta vez con menos sombras. Y fue esa sonrisa la que me hizo darme cuenta de que no estaba frente a un recuerdo, sino frente a una posibilidad.

—Evie —dijo, como si probar mi nombre fuera suficiente—. Yo no quiero presionarte. No quiero arrastrarte a nada. Solo necesitaba saber si todavía había algo. Si no era solo yo el que no había podido olvidarte.

Lo miré. Y supe que la respuesta era clara.

—No sos el único.

Se hizo un silencio espeso. Afuera, la lluvia ya era más fuerte. Dentro de mí, también.

Me levanté despacio. Él hizo lo mismo. Nos quedamos uno frente al otro, separados por una mesa, pero más cerca que nunca.

—Necesito pensar —dije al fin.

—Lo entiendo. Pero Evie… —hizo una pausa—. No dejes que el miedo decida por vos.

Asentí, sin palabras. Salí del café con el corazón en carne viva. Cada gota de lluvia era una confesión. Cada paso me alejaba de él… y también de la vida que había planeado.

Pero por primera vez en mucho tiempo, no me sentía perdida.

Me sentía… libre.




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