La manzana prohibida

Capítulo 3: El ensayo del que escapé

El salón de eventos tenía un brillo artificial que me provocaba náuseas. Las luces blancas, los manteles planchados al milímetro, los arreglos florales perfectamente simétricos… todo parecía sacado de una revista de bodas. Una que no sentía como mía.

—¡Evangeline! —llamó mi madre, agitando una libreta llena de anotaciones—. Faltan quince días. Tenés que decidir entre la entrada con violín o con piano.

Asentí sin oírla realmente. Todo era ruido. Opiniones, elecciones, decisiones urgentes. Y ahí estaba yo, la novia perfecta, atrapada en una maquinaria de expectativas ajenas. Vestida con un conjunto de ensayo blanco, con los zapatos apretados y el corazón aún más.

Noah llegó tarde, como siempre. Con una sonrisa en los labios, un beso en la mejilla y una excusa laboral. Me tomó de la mano con naturalidad, como si todo estuviera bien.

—¿Lista para ensayar nuestro gran día? —preguntó con entusiasmo.

Sonreí. Falsa. Congelada.

Nos colocamos en posición. La música comenzó a sonar. Caminamos por el pasillo de mármol mientras familiares y amigos aplaudían suavemente. Yo no sentía nada. Nada excepto una presión en el pecho, como si me faltara el aire. Como si estuviera caminando hacia una vida que no era la mía.

Al llegar al altar simulado, Noah me miró con ternura. Dijo algo que no escuché. Mi cabeza zumbaba. Mi estómago se revolvía. Quería gritar.

—¿Evie? —preguntó él, preocupado—. ¿Estás bien?

Asentí. Mentí.

Después del ensayo, todos fueron a la recepción de prueba. Comida elegante, brindis con copas de cristal, discursos que hablaban de amor eterno. Yo me escabullí al baño. Cerré la puerta. Me miré en el espejo. La imagen que me devolvía no era la de una mujer enamorada. Era la de alguien al borde del colapso.

Respiré hondo. Una. Dos. Tres veces. Y entonces lo decidí.

Saqué el celular. Busqué su nombre.

Milo.

Escribí solo una palabra:

“Ayuda.”

La respuesta no tardó.

“Dónde estás.”

Le mandé la ubicación. Sin pensar. Sin medir.

Salí del salón sin decir nada. Sin avisar. Caminé con los tacones en la mano, sintiendo la grava bajo los pies. La brisa me pegaba en la cara como una bofetada necesaria. Lo único que quería era estar lejos de todo. De Noah. De mi madre. De la idea de una vida armada para mí.

Milo llegó en menos de diez minutos. Se bajó del auto y me miró como si ya supiera todo.

—¿Qué pasó? —preguntó con calma.

Me acerqué. Me hundí en sus brazos sin responder. Y lloré. Lloré como hacía años no lo hacía. Como si todo el dolor acumulado encontrara su momento para salir.

—No puedo casarme con él —dije al fin, con la voz rota.

Él me sostuvo más fuerte.

—Entonces no lo hagas.

—Pero todos esperan que lo haga. Mi familia, mis amigos, Olivia… él.

—¿Y vos? —preguntó—. ¿Qué esperás vos?

Me separé apenas. Lo miré a los ojos. Allí no había juicio. Solo una paciencia dolorosa, una espera que llevaba años.

—No sé lo que quiero —susurré—. Pero sé que no es esto.

Milo asintió.

—No tenés que decidir todo hoy. Solo tenés que dejar de mentirte. Lo demás, vendrá.

Nos sentamos en el auto. No fuimos a ningún lado. Solo nos quedamos allí, en silencio, compartiendo una quietud que me era más familiar que cualquier otra cosa.

—Cuando te fuiste —dijo de pronto— pensé que el tiempo me iba a curar. Que alguien más ocuparía tu lugar. Pero no pasó. Intenté seguir con mi vida. Lo hice. Pero cada vez que cerraba los ojos… estabas vos.

Mis manos temblaban. No por miedo. Sino por reconocimiento.

—Yo también seguí. Pero me sentía… hueca. Como si todo estuviera bien en apariencia, pero por dentro no quedara nada.

Milo me tomó la mano. Su tacto era firme. Verdadero.

—No quiero presionarte, Evie. No quiero complicarte más de lo que ya estás. Solo quiero que sepas que estoy acá. Y que no me pienso ir esta vez.

Las palabras se grabaron en mí como fuego. Y supe que algo había cambiado. Que esa tarde no era solo una fuga. Era un comienzo.

Volvimos al coche en silencio. Milo me llevó a casa. Antes de bajarme, me detuve.

—Gracias —dije, sin saber cómo expresar todo lo que sentía.

—Siempre.

Me besó la frente. Un gesto tan íntimo que me rompió un poco más.

Entré a casa descalza, con el vestido arrugado y el alma desbordada. Olivia me esperaba en el living, con cara de preocupación.

—¿Dónde estabas? —preguntó.

—Necesitaba aire.

Ella me miró, entre confundida y dolida.

—Noah preguntó por vos toda la noche. Está preocupado.

—Lo sé.

—¿Pasa algo? —preguntó, y por un segundo supe que ella ya sospechaba.

Asentí con tristeza.

—Pasa todo, Liv. Todo al mismo tiempo.

Fui a mi cuarto. Me acosté en la cama sin cambiarme, con la mirada clavada en el techo. Cerré los ojos y solo vi un rostro.

No el de Noah.

El de Milo.

Y por primera vez, supe que ya no podía seguir huyendo.




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