Cuando llegué a casa esa noche, no prendí la luz.
Me senté en el borde de la cama con el vestido aún puesto, los zapatos en la mano y la mente haciendo un ruido insoportable. Tenía la boca hinchada por un beso que no debía haber ocurrido y el corazón latiendo como si no quisiera pertenecerme más.
La fiesta terminó hace apenas una hora. Olivia estaba eufórica, diciendo que había sido “la mejor despedida de la historia”, que estaba “orgullosa de mí” y que “todo estaba saliendo como debía”.
Y yo solo asentía. Me aferraba a mi copa como si pudiera beberme la culpa. Como si el espumante pudiera anestesiar esa parte de mí que estaba gritando por dentro.
Pero no gritaba de miedo. Gritaba de deseo.
Porque besar a Milo fue un acto de rendición. Una rendición que venía postergando desde hace años.
Me quité el vestido y lo dejé caer en el suelo como si fuera una piel que ya no me pertenecía. Entré en la ducha. El agua caliente me ayudó a recuperar la respiración, pero no la claridad. Me toqué los labios con los dedos. Lo volví a sentir. Su boca. Su respiración. La forma en que me sostuvo.
Él no me besó como quien prueba. Me besó como quien elige.
Y yo respondí como quien se encontró a sí misma por primera vez.
Cerré los ojos. Volví a escuchar su voz: “Esto lo cambia todo”.
Y era cierto.
Porque ya no podía mirar a Noah sin pensar en Milo. Y no porque Noah me hiciera mal. Él siempre fue amable. Paciente. Constante. Pero no me hacía temblar. No me hacía arder. No me hacía cuestionar cada decisión.
Cuando salí del baño, me senté en el sillón de la sala y abrí mi celular. Tenía una notificación suya.
Milo: Lo siento. No por el beso, sino por lo que va a venir después. Porque sé que va a doler. Pero también sé que valés cada herida.
No respondí. No podía.
A la mañana siguiente, Noah apareció con medialunas y café.
—Te extrañé anoche —dijo, entrando como si nada.
Le sonreí. Falsamente.
—Lo siento. Me fui temprano. Me dolía un poco la cabeza.
—¿Estás bien?
Mentí. Otra vez.
—Sí. Solo cansada.
Nos sentamos a desayunar. Él hablaba de la boda, del salón, de su madre que quería cambiar la música de entrada porque "la actual no era emotiva". Yo lo miraba y pensaba en cómo un corazón puede estar en un lugar y el cuerpo en otro.
Y luego, sin esperarlo, dijo:
—A veces siento que estás lejos.
Tragué saliva.
—¿Cómo así?
—No sé. Es como si estuvieras… en pausa. Como si estuvieras conmigo pero con la mente en otro lado. ¿Te pasa algo?
Lo miré. Y por un instante, quise decirle la verdad. Quise decirle que sí, que había alguien más. Que no lo planeé. Que no quería lastimarlo. Pero también supe que si lo decía, ya no habría marcha atrás.
Así que dije lo más cobarde que pude:
—Es solo el estrés de la boda.
Él asintió. Y por un momento, sentí que el silencio lo convencía más que mis palabras.
Esa tarde, Olivia pasó por casa. Me abrazó como si pudiera leer algo en mí.
—Estás rara.
—¿Qué querés decir?
—Te conozco, Evie. Te estás apagando. Desde hace días.
Quise decirle que tenía razón. Que todo estaba desmoronándose adentro mío.
Pero me limité a responder:
—Estoy bien. Solo un poco abrumada.
Ella me miró fijo. Como si estuviera intentando ver más allá.
—¿No es Milo, no?
El aire se congeló.
—¿Por qué dirías eso?
—Porque lo conozco. Porque te conozco. Porque desde que volvió, algo en vos cambió. Te veo distinta cuando lo nombran. Cuando él entra a un lugar. Cuando no está.
Quise negar. Defenderme. Pero estaba cansada de disfrazar la verdad.
—No sé qué me pasa —susurré—. Solo sé que... no estoy tan segura de nada.
Olivia me abrazó. No dijo nada. Y en ese abrazo entendí que ella también lo sabía desde antes que yo. Que ella también había visto esa chispa que ambos nos habíamos esforzado en apagar durante años.
Esa noche, recibí un mensaje.
Milo: Estoy en el faro. Si venís, no te pregunto nada. Solo te abrazo.
No respondí.
Solo tomé las llaves, me puse un abrigo, y salí sin hacer ruido.
El faro quedaba en lo alto del acantilado. Siempre fue nuestro lugar. Íbamos allí de adolescentes a mirar las estrellas, a hablar de todo y de nada, a escapar de nuestras casas cuando sentíamos que el mundo pesaba demasiado.
Cuando llegué, él estaba sentado en la baranda, mirando el mar.
Se giró al oír mis pasos.
—Viniste.
—No podía no hacerlo.
Nos quedamos en silencio unos segundos.
Y entonces me acerqué. Me senté a su lado.
—No puedo casarme, Milo.
Él cerró los ojos.
—Lo sé.
—Y no es solo por vos. Es porque finalmente entendí que no se puede vivir a medias. Que amar no es solo estar. Es elegir. Y yo te elijo a vos. Aunque no sepa cómo va a terminar todo esto. Aunque duela. Aunque me odien.
Él me abrazó. Y por primera vez, sentí paz.
—Yo también te elijo, Evie. Siempre lo hice.