En una noche envuelta en sombras y misterio, el Reino de Winter se veía iluminado por una tormenta eléctrica que pintaba el cielo de un color fantasmagórico. Centelleantes relámpagos caían como estrellas fugaces, revelando breves destellos de un castillo imponente que se alzaba con majestuosidad en el corazón del reino.
En las torres del castillo, las sombras se extendían como garras hambrientas en busca de secretos enterrados en lo más profundo de sus muros ancestrales. Los esbirros del usurpador, vestidos con armaduras negras que brillaban con un macabro resplandor, custodiaban a una joven princesa de veinticinco años, cuyos ojos reflejaban el brillo del acero y la determinación en medio de su cautiverio.
— ¡Soltadme, miserables! —clamaba la princesa, su voz resonando en las frías piedras del castillo como un eco de valiente rebeldía, mientras era arrastrada con violencia por los oscuros pasillos del edificio.
Al cruzar las imponentes puertas de roble ennegrecido, la princesa fue arrojada al suelo con desdén, tratada como si fuera una simple marioneta en manos de sus captores.
— ¿Cómo osan profanar de esta manera la dignidad de una princesa real? —exclamó con indignación, aunque su sorpresa creció exponencialmente al descubrir la verdad oculta tras aquel grotesco acto.
Frente a ella, en el trono que debería haber ocupado su padre, no estaba el rey esperado, sino un ser carente de noble linaje y envuelto en una oscuridad que helaba el alma. Al lado, su padre, el verdadero rey, estaba maniatado con cuerdas a una rueda de metal, inerte y maltrecho, símbolo de la traición y la usurpación que se había llevado a cabo en las sombras de la noche.
— ¡Padre! —exclamó la princesa con el corazón encogido de angustia al ver a su progenitor en semejante estado de desgracia.
El ser en el trono finalmente rompió su mutismo con una voz que resonaba como un trueno cargado de autoridad y misterio.
— Es inútil, princesa. Tu padre yace en la penumbra de la inconsciencia, ajeno a tus súplicas —sentenció con helada calma—. A partir de ahora, tus oídos deben atender mis palabras.
Con un deje de desprecio hacia el intruso en el trono, la princesa formuló una pregunta llena de ira y confusión, tratando de desentrañar eln enigma que se desplegaba ante sus ojos.
— ¿Qué vileza habéis perpetrado contra mi padre? —inquirió, sus ojos brillando con determinación y valentía en medio de la adversidad.
— Escucha, princesa —ordenó el ser en el trono con una voz que parecía cortar el aire como una espada mágica—. Desde este momento, tu destino se entrelaza con el mío. ¡Yo soy el Rey de Winter, usurpador de tronos y dueño de destinos!
Atónita ante la revelación, la princesa contuvo sus lágrimas y mantuvo la mirada fija en aquel impostor en el trono, observando con incredulidad el sombrío panorama que se extendía a su alrededor.
— No temas, tu camino no será igual al de tu padre —añadió el falso monarca con una sonrisa torcida—. Te convertirás en mi reina, quieras o no, tu destino está sellado junto al mío.
Las risas siniestras del usurpador resonaron en el salón, marcando el inicio de una era de tinieblas y desafíos para el Reino de Winter, donde la sombra de la intriga se cernía sobre todos y una amenaza oscura se alzaba desde el trono real.
La noticia se propagó como un incendio forestal, devorando el reino con rapidez. En pocas horas, desde las más remotas aldeas hasta los picos más altos de las montañas, todos se enteraron del golpe de Estado que había sacudido el castillo real. La tormenta que había azotado Dalas, la capital, se había instalado en el corazón del reino, un presagio de los tiempos oscuros que se avecinaban.
Un manto de desesperación se extendió por la tierra. El rey, un hombre bondadoso y justo, había sido depuesto, y su trono ocupado por un usurpador despiadado. Los magos y hechiceros, que normalmente se dedicaban a la sabiduría y la magia curativa, se vieron obligados a empuñar sus varitas con furia y determinación. Desde los bosques encantados hasta las torres de marfil, los guardianes del reino se reunieron, sus rostros llenos de angustia y furia.
Montaron en sus corceles, veloces y ágiles como el viento, y partieron hacia la capital. Era un ejército de luz y sabiduría contra la oscuridad que amenazaba con engullirlo todo. Pero el falso monarca, Xades, no era un simple usurpador. Su ambición se alimentaba de un poder oscuro, que lo había convertido en un tirano sin escrúpulos. Había reunido un ejército propio, soldados despiadados que, a pesar de no poseer poderes mágicos, luchaban con una ferocidad sin igual.
La batalla que se libró en las calles de Dalas fue un espectáculo de horror y desesperación. Los magos lanzaban poderosos hechizos de luz, pero los guerreros de Xades los desviaaban con escudos y armaduras forjadas en las entrañas de la tierra. Las calles se teñían de rojo con la sangre de los valientes que luchaban por la libertad, y el cielo se oscurecía con la magia negra que emanaba del falso rey.
La batalla fue desigual, y el ejército de luz comenzó a retroceder. Los magos, acostumbrados a la magia de la sanación y la protección, luchaban con desesperación. Sus hechizos, normalmente precisos y poderosos, ahora se veían desviados o debilitados por la oscura magia de Xades. La esperanza comenzaba a desvanecerse como la última llama de una vela en la oscuridad.
La noche cayó sobre Dalas, y con ella, la tiranía de Xades se afianzó. El reino colorido y vibrante que antes era un remanso de paz y alegría se convirtió en un campo de batalla donde la oscuridad se apoderaba de todo. Las risas de los niños se apagaron, reemplazadas por el silencio sepulcral del miedo. El reino lloró por su rey, por su libertad, por la luz que se había apagado.
La tiranía de Xades se prolongó durante largos años, marcada por la crueldad y la opresión. Su nombre se convirtió en un sinónimo de terror, un recordatorio constante de la noche oscura que había envuelto al reino. Pero la esperanza nunca se extinguió. En los rincones más recónditos del reino, la resistencia se mantuvo viva, esperando el día en que la luz volviera a brillar.