El bosque estaba impregnado de ese silencio extraño que ocurre antes de una tormenta. El arroyo seguía murmurando, pero hasta las hojas parecían inmóviles, como si esperaran el desenlace de lo que estaba ocurriendo en el claro.
Aiden mantenía el brazo apoyado en el tronco junto a la cabeza de Selene. Sus ojos dorados la taladraban, un fuego feroz brillando en ellos. El calor que emanaba de su cuerpo era casi insoportable, y Selene sentía que su corazón golpeaba con fuerza dentro del pecho, como si quisiera escapar de su jaula.
El vínculo ardía.
La loba dentro de ella lo reconocía, lo reclamaba.
Pero Selene no se rendía.
—No eres consciente de lo que haces —gruñó Aiden, tan cerca que podía sentir su aliento caliente contra su mejilla.
Ella levantó la barbilla, los ojos azules brillando con un orgullo desafiante.
—Lo sé perfectamente. Y no pienso inclinarme ante ti.
Aiden sonrió, un gesto oscuro, peligroso, pero cargado de algo más profundo. La mayoría temblaría con esa respuesta. Ella no. Y eso lo hacía arder.
El alfa se apartó de golpe, dándole espacio, como si también luchara contra sus propios instintos. Pero Selene lo interpretó como un triunfo, y dio un paso hacia él, sin miedo.
—Si crees que voy a aceptar tus órdenes solo porque eres alfa, te equivocas —continuó ella, con voz firme, aunque su pecho aún se agitaba.
Los ojos de Aiden brillaron con furia y deseo al mismo tiempo. Su lobo rugió dentro de él, pidiendo que la doblegara, que la marcara en ese instante. Pero algo lo contuvo. Quizá era el orgullo. Quizá la certeza de que ella no se quebraría fácilmente.
—Selene… —su voz sonó más baja, más grave, casi como un ronroneo amenazante—. Eres mía. Lo quieras o no.
La loba en el interior de Selene rugió al escuchar esas palabras, no de sumisión, sino de desafío.
Su cuerpo reaccionó antes de que ella lo pensara.
Un crujido resonó cuando se transformó. Sus huesos se moldearon, su piel se cubrió de un pelaje plateado con destellos oscuros. En segundos, un lobo de ojos azules brillantes se alzó frente a él.
Aiden no dudó. Su cuerpo estalló en el cambio, emergiendo su forma de lobo: un animal colosal, de pelaje negro como la medianoche y ojos dorados que ardían como brasas.
El choque fue inmediato.
Selene se lanzó hacia él con velocidad, un relámpago plateado. Sus colmillos se cerraron en torno a su cuello, pero Aiden la esquivó con un movimiento poderoso, embistiéndola con el hombro y lanzándola unos pasos atrás.
Ella rodó sobre la hierba húmeda, pero se levantó de inmediato, erizando el pelaje y gruñendo con fuerza. El sonido resonó por todo el bosque, haciendo huir a las aves nocturnas.
Aiden respondió con un rugido ensordecedor. El alfa contra la loba indomable.
El suelo tembló bajo sus embestidas. Sus cuerpos chocaban una y otra vez, colmillos contra colmillos, garras contra tierra, una danza salvaje que mezclaba lucha y deseo. Porque cada vez que se rozaban, aunque fuera en un choque brutal, el vínculo explotaba en descargas eléctricas que los hacían temblar.
Selene era rápida, ágil, como el viento entre los árboles. Sus ataques eran certeros, calculados, como si conociera la forma de leer los movimientos de un alfa.
Aiden, en cambio, era pura fuerza. Cada zancada era un terremoto, cada embestida una ola imparable.
Finalmente, en un movimiento brutal, él logró derribarla. Su cuerpo pesado aplastó el suyo contra la hierba húmeda. Sus colmillos se acercaron a su cuello, tan cerca que el calor de su aliento erizó el pelaje de Selene. Bastaba un mordisco. Una sola presión, y ella quedaría marcada para siempre.
Selene gruñó, agitándose bajo él. Sus patas arañaban la tierra, intentando liberarse. Pero cuando sus ojos se cruzaron, el mundo se detuvo.
El alfa respiraba agitado sobre ella, su pecho subiendo y bajando con violencia. Y en sus ojos dorados ya no había solo dominio: había deseo. Un fuego feroz que coincidía con el que ardía en los de Selene.
Durante un instante, ninguno se movió.
La línea entre lucha y rendición se volvió difusa, tan delgada como un suspiro.
Pero Selene no estaba dispuesta a ceder. Aprovechó su distracción y, con una fuerza sorprendente, se impulsó con las patas traseras y lo empujó hacia atrás. Aiden rodó sobre la hierba, levantándose de inmediato, con un gruñido más de frustración que de rabia.
Ambos quedaron frente a frente, jadeando, el pelaje erizado, los ojos brillando.
Y entonces, como si la tensión fuera demasiado para contenerla, ambos regresaron a su forma humana.
Aiden estaba de pie, el sudor recorriendo sus músculos tensos, su respiración agitada. Sus ojos aún ardían con el brillo de su lobo.
Selene también temblaba, su pecho subiendo y bajando con rapidez, su cabello oscuro pegado a la piel húmeda.
Él la observó unos segundos, su voz ronca cuando finalmente habló:
—Puedes resistirme todo lo que quieras, Selene. Pero no puedes escapar de lo que somos.
Ella lo miró con una mezcla de desafío y algo más profundo, algo que no quería admitir.
—Prefiero morir libre antes que vivir como tu sombra.
El silencio cayó entre ellos. Y entonces, Selene se giró y desapareció en el bosque, su figura deslizándose entre los árboles como un susurro de plata.
Aiden no la siguió.
Podía atraparla. Podía marcarla.
Pero algo en su interior le dijo que la guerra apenas comenzaba.
El vínculo lo quemaba.
Y un alfa nunca pierde a su mate.