El amanecer se abrió paso entre las montañas, tiñendo los árboles con tonos dorados. La bruma aún cubría el bosque, como un velo que ocultaba las huellas de la lucha de la noche anterior.
Aiden emergió de entre la niebla, con el torso desnudo y el cuerpo cubierto de tierra y sudor. Caminaba con la calma de un depredador, pero sus ojos dorados ardían en silencio. Dentro de él, su lobo seguía rugiendo, clamando por Selene, exigiendo que la reclamara.
Pero no lo había hecho.
Y eso lo enfurecía.
Nunca en su vida había sentido tal contradicción. Él era un alfa. Nadie le desafiaba, nadie le negaba. Todos se inclinaban ante él. Todos… menos ella.
Selene.
Ese nombre ahora resonaba en su mente como un eco imposible de silenciar.
Sacudió la cabeza con fuerza. Necesitaba recuperar el control antes de volver con su manada. Si ellos descubrían la verdad, si olían siquiera una pizca de duda en él, la fuerza que mantenía unida a la Manada de la Noche podría quebrarse.
Cuando finalmente llegó al corazón del territorio, los lobos lo recibieron como siempre: con respeto absoluto. Algunos se inclinaban al verlo, otros bajaban la cabeza en señal de sumisión. Era el alfa. El líder. El pilar inquebrantable de todos.
Pero detrás de los saludos, Aiden notó algo más:
Miradas curiosas.
Narices alzándose en el aire.
El olor de Selene aún lo cubría.
La esencia de su mate.
Un murmullo recorrió a los lobos más cercanos, aunque ninguno se atrevió a decirlo en voz alta. Solo uno se acercó con paso firme: Kael, su beta, un lobo de pelaje castaño y mirada aguda.
—Has estado peleando —dijo, observando las marcas en el cuerpo de su alfa—. Pero no contra un enemigo común.
Aiden lo fulminó con la mirada, pero Kael no bajó la cabeza. Era el único que podía enfrentar al alfa sin miedo a morir por ello.
—¿Quién era, Aiden? —preguntó, con voz baja pero firme—. ¿Por qué hueles… a vínculo?
El alfa apretó la mandíbula. Por dentro, su lobo rugió, molesto de que alguien más notara la marca invisible que lo unía a Selene.
Un alfa nunca debía mostrar debilidad. Y el vínculo, aunque era un don de la diosa, también era una vulnerabilidad: porque un mate era lo único capaz de derrumbar a un líder.
—No es asunto tuyo —gruñó Aiden, girándose hacia la cabaña que servía como su refugio.
Kael no insistió, pero sus ojos brillaron con una mezcla de preocupación y sospecha. Sabía que su alfa ocultaba algo importante. Y en una manada, los secretos eran semillas peligrosas.
Mientras tanto, lejos del territorio de la manada, Selene corría entre los árboles.
Cada zancada era un intento desesperado de escapar no de Aiden, sino de sí misma.
El vínculo la quemaba, latiendo en su pecho como un segundo corazón. Por más que se alejara, por más que intentara negar lo que había sentido bajo la luna roja, su loba interior no se callaba.
"Mate."
"Mate."
"Mate."
El instinto repetía esa palabra como un mantra, como una cadena invisible que la arrastraba hacia él.
Selene se detuvo al borde de un acantilado, jadeando, el viento golpeando su rostro. Cerró los ojos con fuerza, intentando calmar la tormenta en su interior.
Ella había sobrevivido sola toda su vida. Había aprendido a no depender de nadie, a no necesitar a nadie. Había visto lo que significaba pertenecer a una manada: cadenas disfrazadas de protección, reglas que asfixiaban, líderes que imponían su voluntad con colmillos y sangre.
Y ahora… el destino la había unido a uno de esos líderes.
El más peligroso de todos.
—No —susurró con rabia, apretando los puños—. No seré suya.
Pero en lo profundo de su ser, su loba respondió con un rugido desgarrador. Porque aunque su mente lo negara, su alma ya había reconocido a Aiden como lo que era: su otra mitad.
Esa noche, la luna volvió a elevarse sobre las montañas.
En su cabaña, Aiden se levantó de golpe, los ojos brillando como fuego líquido. El vínculo se agitó con fuerza en su interior, una llamada imposible de ignorar.
Selene estaba cerca.
Sufriendo.
Resistiéndose.
Y por primera vez en su vida, el gran alfa dudó.
¿Debía cazarla y marcarla, imponer su voluntad como siempre había hecho?
¿O debía dejarla libre, arriesgándose a que el vínculo lo consumiera hasta la locura?
El rugido de su lobo retumbó en su pecho, ahogando cualquier pensamiento racional.
No.
Un alfa nunca pierde lo que es suyo.
Y Selene… ya le pertenecía.