La Marca de la Luna

Capítulo 4: El rugido del destino

La noche caía pesada sobre el bosque. El aire estaba impregnado de humedad y del olor metálico de la tormenta que se acercaba. Selene llevaba horas corriendo sin rumbo, tratando de ahogar el eco del vínculo en sus venas. Pero por más que se adentraba en lo profundo de la arboleda, no conseguía silenciar esa llamada ardiente que susurraba un nombre: Aiden.

Sus pies se detuvieron de golpe cuando un crujido resonó entre los árboles.
No era él.
Era otra cosa.

Un grupo de sombras emergió del follaje, deslizándose entre la bruma. Ocho lobos, todos con el mismo olor acre de sangre rancia y tierra podrida. Eran carroñeros, lobos renegados que vivían al margen de cualquier manada, cazando a los solitarios para alimentarse de su fuerza.

El líder, un enorme macho de pelaje gris oscuro, mostró los colmillos con una sonrisa cruel.
—Mira lo que tenemos aquí… —gruñó, su voz grave y áspera—. Una loba sola en la noche.

Selene retrocedió un paso, sus ojos brillando con furia contenida. La loba en su interior rugía, lista para desgarrar. Ella no era una presa. Nunca lo había sido.

—No estoy sola —replicó, transformándose en un destello de plata bajo la luz de la luna.

El choque fue brutal. Selene embistió al primero, derribándolo contra un tronco con una fuerza sorprendente. Sus colmillos se clavaron en su pata, arrancando un aullido de dolor. Pero el resto se abalanzó sobre ella.

Uno la mordió en el costado. Otro desgarró parte de su lomo. El dolor la atravesó como fuego, pero ella no cedió. Peleó con garras, con colmillos, con la furia de alguien que prefería morir luchando antes que caer de rodillas.

La tierra se tiñó de sangre.
Su respiración era un jadeo agónico.
Y aún así, seguía de pie.

Hasta que un rugido ensordecedor partió la noche.

Los renegados se detuvieron, erizando el pelaje, mirando hacia los árboles.
El aire cambió.
El bosque entero pareció contener la respiración.

Aiden apareció desde la oscuridad.

Su forma de lobo eclipsaba todo. Era un coloso de sombras y fuego, con los ojos dorados brillando como antorchas en la penumbra. El poder del alfa emanaba de él en oleadas, tan aplastante que incluso los renegados retrocedieron.

—Mía… —rugió, con un tono que retumbó como un trueno.

Selene sintió cómo el vínculo se estremecía dentro de ella, reconociendo la presencia de su alfa. El cuerpo le temblaba, herido, pero su corazón latía con una fuerza imposible de ignorar.

Los lobos renegados dudaron por un segundo. Solo un segundo.
Y eso fue su sentencia.

Aiden se lanzó sobre ellos como un huracán de garras y colmillos. Cada embestida era letal, cada mordida una condena. Uno a uno cayeron bajo su fuerza implacable, incapaces de resistir la furia de un alfa que protegía lo suyo.

El último intentó huir, pero Aiden lo alcanzó de un salto, quebrándole el cuello con un solo movimiento. La sangre salpicó la hierba húmeda.
El silencio volvió al bosque.

Aiden giró hacia Selene.
Ella intentó mantenerse erguida, pero sus patas flaquearon y cayó de rodillas en la tierra. El pelaje plateado se volvió humano, y pronto su cuerpo desnudo quedó temblando, con heridas abiertas y sangre recorriendo su piel.

Él también volvió a su forma humana, avanzando hacia ella con pasos rápidos. Sus ojos ardían, no solo de furia, sino de algo más profundo, más salvaje: miedo.

—Selene… —su voz era ronca, quebrada.

Ella levantó la vista, los labios manchados de sangre, la respiración entrecortada. Y aun así, en sus ojos brillaba el mismo desafío de siempre.
—No necesitaba que me salvaras.

Aiden se arrodilló frente a ella, sosteniéndola entre sus brazos con firmeza.
—Lo sé. Pero lo hice igual. Porque no dejaré que mueras.

El contacto encendió el vínculo con una fuerza devastadora. Ambos jadearon, el calor ardiendo entre ellos como fuego líquido. Era más que deseo. Era necesidad.

El alfa la estrechó contra su pecho, sus labios junto a su oído.
—Eres mía, Selene. Y si vuelves a poner en riesgo tu vida, no responderé por lo que mi lobo hará.

Ella, temblando por el dolor y la fiebre, dejó escapar una risa débil.
—Entonces tendrás que seguir persiguiéndome, Aiden… porque yo no me rendiré.

El alfa apretó los dientes, sintiendo la contradicción devorarlo. Quería marcarla en ese mismo instante, sellar el vínculo, detener esa guerra absurda entre ellos. Pero parte de él sabía que Selene no sería conquistada a la fuerza.

Y aunque el instinto rugía exigiendo reclamarla, algo en su interior murmuraba lo contrario:
Para ganarla, debía merecerla.




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