La Marca de la Luna

Capítulo 5: El precio de pertenecer

El amanecer llegó teñido de rojo. El bosque olía a sangre seca y tierra removida después de la batalla. Selene dormía, acurrucada contra el pecho de Aiden, demasiado débil para mantenerse consciente tras las heridas que había sufrido.

Él la había cargado de vuelta, cruzando el bosque con pasos firmes, sin importarle quién los viera, sin importarle las preguntas que despertarían. El vínculo rugía con cada latido, ordenándole protegerla, mantenerla cerca, no dejarla escapar nunca más.

Pero Aiden sabía lo que significaba esto: su secreto estaba a punto de quedar expuesto.

Cuando llegó a los límites del territorio, varios lobos lo esperaban. Kael, su beta, fue el primero en acercarse, pero detrás de él había guerreros, curanderas y hasta ancianos de la manada. Todos se quedaron en silencio al ver la figura que cargaba en brazos.

Una mujer.
Herida.
Con olor a sangre, pero también… a vínculo.

Un murmullo recorrió al grupo como un viento helado. Algunos alzaron las cejas con asombro, otros gruñeron con desconfianza. La palabra prohibida flotaba en el aire como un secreto imposible de callar: mate.

—¿Quién es ella? —preguntó Kael con voz baja, aunque en sus ojos brillaba la respuesta que ya conocía.

Aiden sostuvo a Selene con más fuerza, como si cualquiera de ellos pudiera intentar arrancársela.
—Es mía —dijo simplemente, su tono tan cortante como el filo de una espada.

La tensión se hizo espesa. Nadie se atrevió a contradecirlo de inmediato. Un alfa tenía derecho a reclamar, pero en este caso no era tan simple. Selene no pertenecía a la manada. Era una loba salvaje, sin territorio, sin juramento. Y eso podía significar peligro.

Una de las ancianas, la curandera llamada Mirela, se adelantó con pasos lentos. Sus ojos oscuros, cargados de sabiduría y juicio, se clavaron en Aiden.
—Un alfa que encuentra a su mate es bendecido por la luna… —dijo, aunque su voz estaba cargada de dudas—. Pero traer a una extraña a nuestro corazón… ¿es bendición o desgracia?

Un murmullo aprobatorio recorrió al resto.

Kael frunció el ceño, cruzando los brazos.
—¿Confías en ella? —preguntó a su alfa, bajando el tono para que no sonara como un desafío, aunque todos lo escucharon.

Aiden giró hacia él, los ojos brillando con peligro.
—No necesito confiar. El vínculo no miente. Ella es mía.

Kael sostuvo su mirada, pero no insistió. Sabía que discutir en ese momento era encender una chispa innecesaria frente a la manada.

Selene, medio inconsciente, abrió los ojos apenas unos segundos. Su mirada vaga se clavó en Aiden, y en un murmullo débil dejó escapar una palabra cargada de veneno:
—No… soy… tuya.

El corazón del alfa se tensó, y por un instante, el silencio fue tan pesado que hasta el aire pareció detenerse. Los lobos alrededor intercambiaron miradas inquietas. Una mate que negaba al alfa… eso no era natural. Era un presagio oscuro.

Aiden inclinó el rostro hacia ella, su voz un rugido bajo que solo ella pudo escuchar:
—Podrás luchar contra mí todo lo que quieras, Selene. Pero tu alma ya me pertenece.

Ella cerró los ojos, agotada, dejándose llevar otra vez por la inconsciencia.

Horas después, la cabaña del alfa estaba llena de tensión. Selene yacía en la cama, envuelta en pieles, mientras Mirela curaba sus heridas con manos firmes y hierbas amargas. Aiden permanecía de pie junto a la puerta, vigilando, con los brazos cruzados y la mandíbula apretada.

Kael lo observaba desde un rincón, con el ceño fruncido.
—No es tan simple, Aiden. La manada no la aceptará fácilmente.

—La aceptarán —replicó él, cortante.

—¿Y si no? —La voz del beta era dura, pero también estaba impregnada de preocupación—. Si ella no quiere pertenecer, si sigue resistiéndose… estarás dividiendo a tu gente. Y un alfa dividido… es un alfa débil.

El silencio se extendió entre los dos hombres. Ambos sabían que las palabras de Kael eran ciertas. La fuerza de un alfa no provenía solo de su poder, sino de la unidad de su manada.

Aiden apretó los puños, clavando las uñas en sus palmas. Su lobo rugía, exigiendo marcarla de inmediato, sellar el vínculo y callar todas las dudas. Pero el instinto también sabía algo más: Selene nunca se rendiría bajo presión.

Ganarla sería una guerra diferente.
Una guerra que, por primera vez en su vida, Aiden no estaba seguro de poder ganar.

Esa noche, cuando todos se retiraron, Selene despertó de golpe, con la respiración agitada. Se encontró sola en la penumbra de la cabaña, pero podía sentirlo: Aiden estaba cerca, sentado en silencio, observándola desde las sombras.

—¿Por qué… me trajiste aquí? —preguntó con la voz rasgada.

—Porque este es tu lugar —respondió él sin moverse—. A mi lado.

Selene lo fulminó con la mirada, sus ojos plateados ardiendo con desafío.
—Prefiero morir antes que convertirme en otra cadena para ti.

El alfa sonrió, oscuro, con un destello de furia y deseo mezclados.
—Entonces prepárate para pelear, pequeña loba… porque yo nunca suelto lo que es mío.

Y en la penumbra, el vínculo ardió como fuego, atrapándolos a ambos en una guerra que apenas comenzaba.




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