La Marca de la Luna

Capítulo 10: El secreto en la sangre

La cabaña estaba en ruinas. El suelo manchado de sangre, las paredes arañadas, y el aire impregnado del olor metálico del combate.

Aiden, aún en su forma humana, se sostuvo contra una viga. El corte en su costado sangraba a borbotones, aunque sus ojos dorados seguían brillando con furia. Selene, todavía en forma de loba, lo observaba con la respiración entrecortada. Había querido permanecer transformada, como si así pudiera ocultar las emociones que la estaban devorando.

Pero poco a poco, su cuerpo cambió de nuevo. La piel reemplazó al pelaje, los colmillos desaparecieron, y allí estaba ella: desnuda, temblorosa, con la piel cubierta de sangre que no era toda suya.

Aiden la miró, y aunque su instinto ardía al verla, lo que salió de sus labios no fue deseo, sino una pregunta cargada de sospecha.

—¿Quién eres realmente, Selene?

Ella se quedó helada.

—Ya te lo dije —respondió en voz baja, buscando una manta para cubrirse—. Soy una loba que perdió su manada.

Aiden soltó una carcajada seca, llena de incredulidad.
—No me mientas. He visto muchos lobos, de muchas regiones. Ninguno se parece a lo que vi en ti esta noche. Tu pelaje plateado… tus ojos… —se inclinó hacia ella, gruñendo—. Eso no es común. Eso es linaje.

Selene apretó la tela contra su cuerpo, bajando la mirada.
—No quiero hablar de eso.

—¡Pues tendrás que hacerlo! —rugió él, golpeando la mesa de madera, que se astilló bajo la fuerza de su puño—. Intentaron asesinarte, Selene. ¿Crees que fue casualidad? Alguien sabía quién eras antes de que yo lo supiera. Alguien teme lo que llevas en la sangre. Y si yo no lo sé… no puedo protegerte.

El silencio cayó sobre ellos.

Selene cerró los ojos, como si reunir valor le costara más que la batalla que acababan de librar. Su voz tembló, apenas un susurro.
—No tengo una manada. La perdí cuando era niña… porque mi sangre es maldita.

Aiden frunció el ceño, su respiración agitándose.
—¿Maldita?

Ella lo miró directamente, y en esos ojos había un dolor tan profundo que por un momento lo desarmó.
—Mi madre… no era una loba común. Era descendiente de los Lunares, una antigua casta de lobos que gobernaba con el don de la luna misma. Eran temidos y respetados, porque su poder era diferente. Pero fueron exterminados, cazados como bestias por el resto de las manadas, que los consideraban una amenaza.

Aiden parpadeó, incrédulo.
—Los Lunares… eso es solo una leyenda.

Selene negó con la cabeza.
—No. No lo es. Yo soy prueba de ello.

El aire pareció hacerse más frío. Aiden retrocedió un paso, no de miedo, sino de comprensión.
—Por eso tu pelaje. Por eso el consejo te quiere muerta. Ellos lo saben…

Selene apretó los labios con rabia contenida.
—¿Y qué más da? Si todos saben, no tendré paz en ninguna parte. Nunca la tuve. Nunca la tendré.

Un silencio espeso los envolvió.

Aiden la miraba como si la viera por primera vez. Todo tenía sentido: la fuerza, la resistencia, la manera en que su loba brillaba en la oscuridad como si la luna la reclamara.

Se acercó a ella, despacio, sin la furia de antes.
—No me importa tu linaje, Selene. No me importa si tu sangre es de Lunares, de dioses o de demonios. —Su mano rozó su rostro suavemente—. Eres mía. Y juro que nadie volverá a tocarte mientras yo respire.

Ella cerró los ojos ante su toque, con el corazón latiendo tan fuerte que pensó que se rompería. Parte de ella quería creerle, entregarse al calor de esas palabras. Pero otra parte seguía resistiendo, porque sabía que el camino con él sería de guerra constante.

Y como si la luna misma confirmara lo inevitable, un aullido lejano resonó en el bosque. No era un canto de celebración. Era un aviso.

Aiden frunció el ceño, girando hacia la ventana.
—No hemos terminado.

Selene lo miró con el alma encogida.
—¿Qué sucede?

Él apretó la mandíbula.
—El consejo no se detendrá con un asesino. Vendrán más. Y esta vez, no solo por ti… vendrán por los dos.




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