El amanecer llegó pesado, como si la luna misma hubiese dejado una sombra sobre la manada. El eco del combate entre Aiden y Darius aún resonaba en cada rincón del territorio. Aunque la mayoría había rugido el nombre del alfa en señal de obediencia, no todos lo habían hecho con convicción.
Selene lo percibía en las miradas: destellos de duda, silencios cargados de miedo. Algunos lobos la miraban como si fuera un presagio oscuro, otros como si tuvieran que convencer a sí mismos de no temerle.
En la cabaña, Aiden se mantenía de pie junto al ventanal, con los brazos cruzados y la mirada fija en el horizonte. La herida en su costado había cerrado gracias a la rápida regeneración de su lobo, pero la cicatriz de la traición pesaba más que cualquier corte.
—Hoy vendrán más —murmuró, sin volverse hacia Selene—. No con garras, sino con palabras. Esas son las que más envenenan.
Selene, sentada cerca del fuego, lo observaba con el ceño fruncido.
—¿Qué harás si alguno de los tuyos… de los más cercanos… comienza a dudar de mí?
Aiden giró la cabeza apenas, sus ojos dorados fijos en los de ella.
—Entonces lo recordaré. La lealtad no se demuestra en tiempos de calma, sino en medio de la tormenta.
Ese mismo día, la tormenta comenzó a tomar forma.
Kael y Nira habían sido llamados a una reunión discreta con algunos de los ancianos de la manada. No era una invitación, sino casi una exigencia. Aunque los dos confiaban en Aiden, sabían que negarse solo alimentaría más sospechas.
La reunión se llevó a cabo en la vieja caverna de piedra donde, en tiempos antiguos, los alfas se reunían con los ancianos para recibir consejo. Esta vez, sin embargo, lo que aguardaba allí no era guía, sino veneno.
Los ancianos no estaban solos: entre ellos se hallaba un emisario enviado directamente por Marcus, el líder del consejo. Un hombre de cabello gris plateado, de movimientos tranquilos y sonrisa peligrosa.
—Kael, Nira —saludó el emisario, inclinando apenas la cabeza—. Me alegra ver que aún quedan lobos que recuerdan su deber con la manada, más allá de… pasiones peligrosas.
Nira arqueó una ceja, su expresión gélida.
—Habla claro.
El emisario sonrió con calma.
—No podemos ignorar lo que ocurrió anoche. La loba que Aiden protege ya divide a la manada. Darius fue solo el primero en alzar la voz. Si seguimos ese camino, pronto habrá sangre de hermanos derramada en cada rincón del territorio.
Kael, con el rostro impenetrable, replicó:
—Aiden es nuestro alfa. Darius desafió su autoridad, y fue derrotado. El asunto termina ahí.
El emisario lo miró con algo parecido a compasión.
—¿De verdad lo crees? ¿O solo lo dices porque temes enfrentarlo?
La tensión en la sala aumentó. Nira se adelantó un paso, los ojos ardiendo.
—¿Qué pretendes insinuar?
El emisario levantó una mano en gesto de calma.
—Nada más que la verdad. Todos ustedes saben lo que es Selene. Lo que corre por su sangre. ¿Acaso creen que es casualidad que, desde su llegada, el consejo haya levantado la voz? ¿Que los clanes vecinos comiencen a murmurar sobre una “loba maldita”?
Kael apretó los dientes, pero permaneció en silencio.
El emisario aprovechó la grieta.
—Si aman a su manada, si aman a su alfa, deben detenerlo antes de que sea demasiado tarde. Él está ciego por el vínculo. No ve lo que ustedes sí pueden ver: ella lo llevará a la ruina.
Las palabras calaron como cuchillas.
Nira rugió, incapaz de contenerse.
—¡Basta! Aiden ha dado su vida por esta manada más veces de las que puedo contar. No lo seguiremos cuestionando solo porque unos ancianos temen perder su poder.
El emisario no se inmutó. Al contrario, su sonrisa se ensanchó.
—Entonces recuerda estas palabras, loba. Cuando llegue el día en que la sangre de tus hermanos corra por su causa, sabrás que tu lealtad fue ceguera.
Esa noche, Kael y Nira regresaron a la cabaña. Aiden los recibió en silencio, midiendo cada gesto, cada respiración. No necesitaba preguntarles qué había ocurrido: lo olía en el aire. El hedor del consejo aún los envolvía.
Selene, en cambio, los miraba con una mezcla de esperanza y miedo. Sabía que su cercanía a Aiden los ponía en riesgo, y temía que las semillas del consejo germinaran incluso en sus corazones.
Kael habló primero, con voz grave.
—Intentaron ponerme en tu contra. En nuestra contra.
Aiden arqueó una ceja.
—¿Y lo lograron?
Kael sostuvo su mirada durante un largo silencio. Finalmente negó con la cabeza.
—No. Pero te diré esto: las palabras que usan son peligrosas porque no son del todo falsas. Están logrando que algunos empiecen a creerlas.
Selene bajó la mirada, sintiendo el peso de esa verdad.
Nira, en cambio, golpeó el suelo con el puño.
—¡Que lo intenten! Si quieren dividirnos, tendrán que pasar por encima de mí primero.
Aiden colocó una mano en el hombro de cada uno.
—Eso es lo que quieren: sembrar dudas entre nosotros. Si caemos en esa trampa, no necesitamos enemigos. Nosotros mismos nos destruiremos.
Luego, sus ojos se fijaron en Selene. Había determinación en su voz cuando añadió:
—No permitiré que nadie, ni consejo ni manada, te arranque de mi lado.
Selene lo miró, y por primera vez no vio solo la fiereza del alfa, sino también el cansancio de un líder que sabía que su batalla más difícil no sería contra garras ni colmillos, sino contra las mentes de los suyos.
Muy lejos, en el templo, Marcus escuchaba el informe del emisario con calma implacable.
—¿Y? —preguntó, con la voz de alguien que ya sabía la respuesta.
—Planteamos la semilla —respondió el emisario, inclinándose—. Algunos dudan, aunque otros se mantienen firmes. No será necesario enfrentarlos a todos. Basta con quebrar a uno… y el resto caerá.
Marcus acarició el bastón con una sonrisa oscura.
—Perfecto. Entonces, preparemos el siguiente movimiento. Si no logramos que la manada abandone a Aiden… haremos que Aiden dude de los suyos.