El aire de la noche estaba cargado de tensión. La luna llena bañaba el claro central de la aldea, donde toda la manada había sido convocada por orden del alfa. Lobos de todas las edades se reunían en silencio, expectantes, con las antorchas ardiendo como centinelas alrededor del círculo de piedra.
En el centro, de rodillas, estaban los dos desertores capturados esa misma tarde. Los habían encontrado regresando con presura del norte, con olor a fuego extraño y palabras del consejo aún frescas en sus labios. Sus miradas estaban llenas de arrogancia, como si ya no pertenecieran a la manada, sino a un poder mayor.
Aiden estaba de pie frente a ellos, imponente, con la espalda recta y la rabia contenida en cada músculo. A su lado, Selene permanecía erguida, envuelta en la luz plateada de la luna, su presencia tan fuerte que incluso los murmullos parecían disminuir cuando la observaban.
Kael fue el primero en hablar, con voz dura y clara.
—Estos dos no solo abandonaron sus deberes. Se llevaron información de nuestras patrullas, de nuestras defensas… y la entregaron al consejo.
Un rugido bajo recorrió a los lobos reunidos. Algunos pedían castigo inmediato. Otros callaban, la duda aún en sus corazones.
El más joven de los traidores levantó la cabeza con desafío.
—¿Y qué importa? ¿Acaso no ven lo que ocurre? —Se giró hacia la multitud—. ¿No sienten cómo la desgracia cayó sobre nosotros desde que ella llegó? —Señaló a Selene con un dedo tembloroso pero firme—. ¿No se preguntan por qué el consejo la teme? ¿Por qué los ancianos la llaman maldita?
Los murmullos crecieron. Unos bajaban la mirada, incómodos; otros asentían con rabia contenida.
El otro traidor, más veterano, escupió al suelo.
—Estamos cansados de seguir a un alfa que pone a una hembra por encima de su manada. Si el consejo la quiere muerta, ¿quiénes somos nosotros para desafiar a los ancianos?
Un silencio pesado cayó sobre el círculo. La acusación era peligrosa, porque tocaba la herida que muchos temían admitir: la idea de que Aiden pudiera estar cegado por su vínculo con Selene.
Aiden dio un paso al frente, los ojos dorados ardiendo. Su voz retumbó como un trueno.
—¡Yo no pongo a Selene por encima de mi manada! —Su rugido hizo eco entre los árboles—. Yo la protejo porque ella ya es parte de la manada. Porque no abandonaré a quien confía en mí, ni la sacrificaré para satisfacer los caprichos de ancianos que nunca han sangrado en nuestras guerras.
Algunos lobos aullaron en respuesta, apoyando al alfa. Otros, en cambio, permanecieron callados, la duda todavía marcando sus rostros.
Fue entonces cuando Selene dio un paso al frente, sorprendiendo a todos. Su figura parecía bañada en la luz de la luna, y su voz fue clara, firme, imposible de ignorar.
—El consejo me llama maldita porque no me controla. Porque no nací para obedecer sus cadenas.
Los murmullos se intensificaron.
Selene caminó lentamente alrededor de los traidores, sus ojos plateados clavados en ellos, y luego se giró hacia la manada entera.
—Ellos quieren que me teman. Que me vean como una amenaza. Y lo entiendo… porque el miedo es un arma poderosa. Pero yo les pregunto a ustedes: ¿qué han hecho esos ancianos por ustedes en los últimos años? ¿Han peleado a su lado? ¿Han defendido a sus hijos de los invasores? ¿Han sangrado con ustedes?
El silencio era absoluto.
Selene levantó la barbilla, con un brillo de fuego en la mirada.
—El consejo gobierna con mentiras. Yo no soy una maldición. Soy la prueba de que su poder se tambalea. Y ellos lo saben.
Un murmullo distinto se alzó esta vez: no de miedo, sino de duda dirigida hacia el consejo. Algunos lobos asintieron lentamente, otros comenzaron a murmurar entre sí.
Los dos traidores se removieron inquietos. El más joven gritó con desesperación:
—¡No la escuchen! ¡Ella los embruja! ¡Eso es lo que hace la sangre maldita, engañarlos hasta que olviden quiénes son!
Pero ahora las palabras sonaban más débiles. Menos convincentes.
Aiden dio un paso más, su sombra cubriendo a los desertores.
—Tuvieron la oportunidad de permanecer con nosotros. Eligieron traicionar. Eso no se perdona.
El silencio fue absoluto. Aiden no levantó la voz, pero cada palabra era sentencia.
Los desertores comprendieron. Uno intentó huir, transformándose en medio del círculo. Pero Kael y Nira lo derribaron antes de que pudiera dar un paso. El otro se quedó de rodillas, temblando, mirando a la manada como si aún esperara piedad.
Fue Selene quien habló, su tono tan frío como la noche.
—No habrá piedad para quienes venden a su familia por miedo.
Aiden levantó la mano. Un rugido atravesó el claro cuando ordenó la ejecución. Los traidores cayeron bajo las garras de los guerreros leales, y la tierra se tiñó de sangre bajo la luna.
La manada observó en silencio. Algunos apartaron la mirada. Otros aullaron en señal de justicia.
Y en medio de aquel círculo de fuego, sangre y luna, Aiden y Selene permanecieron firmes, uno al lado del otro. La imagen se grabó en cada lobo presente: un alfa que no se doblegaba, y una hembra que no temía al consejo.
En el templo, Marcus escuchó la noticia de la ejecución con el ceño fruncido.
—Los subestimé —admitió con voz baja. Luego su sonrisa regresó, lenta, como la serpiente que se enrosca antes de atacar—. Pero cada muerte es una semilla. Y esas semillas crecerán en rebelión.
El fuego del altar se avivó, proyectando sombras más oscuras que nunca.