El amanecer llegó lento, teñido de un gris pesado que parecía reflejar el estado de la manada. El claro aún olía a sangre y humo, recordando a todos lo que había ocurrido bajo la luna. La ejecución de los traidores había sido necesaria, pero el eco de sus gritos permanecía en la memoria de todos.
Aiden salió de la cabaña al alba. El aire frío le golpeó el rostro mientras recorría con la mirada a los lobos que despertaban. Algunos lo saludaban con respeto, inclinando la cabeza al verlo. Otros lo evitaban, fingiendo estar ocupados. El alfa lo notaba: el miedo ya no estaba solo en el consejo, sino dentro de su propia manada.
Kael lo alcanzó al pie de la colina, su rostro serio.
—Hay tensión en cada rincón —informó con voz grave—. Los jóvenes repiten lo que escucharon de los desertores, que Selene es una maldición. Los más viejos desconfían en silencio, aunque no lo digan. Y algunos empiezan a preguntarse si seguirte significa desafiar al consejo entero.
Aiden apretó los dientes, sintiendo la rabia subir como fuego.
—No me importa si dudan de mí. Pero no permitiré que duden de ella.
Kael lo miró con intensidad.
—Ese es el problema, hermano. Algunos creen que ya no los escuchas… que solo la escuchas a ella.
Aiden lo fulminó con la mirada, pero Kael no retrocedió.
—Lo digo porque necesito que lo entiendas. Si no enfrentas estas dudas ahora, el consejo no tendrá que destruirte. Lo hará tu propia manada.
Mientras tanto, Selene observaba desde la cabaña, envuelta en un silencio tenso. Había visto la manera en que los lobos la miraban aquella mañana: algunos con respeto, otros con recelo. Podía sentir las emociones en el aire como si fueran corrientes invisibles: miedo, desconfianza, ira contenida.
Nira entró en la habitación con pasos firmes.
—Deberías estar orgullosa —le dijo—. Anoche les hablaste como nadie se ha atrevido a hablarle al consejo en siglos.
Selene suspiró.
—No estoy ciega, Nira. También vi las miradas de miedo. No todos creen que soy una fuerza para la manada. Algunos piensan que soy su ruina.
Nira cruzó los brazos.
—El miedo es natural. Lo que importa es lo que hagas con él. Si lo enfrentas, se transforma en respeto. Si lo ignoras, se convierte en odio.
Selene asintió lentamente. La loba tenía razón. No podía esconderse ni esperar que Aiden resolviera todo. Si quería un lugar en esa manada, debía ganárselo.
El primer estallido llegó al mediodía.
En el centro de la aldea, dos guerreros discutían acaloradamente. Uno de ellos, Thoran, era un veterano que había servido junto al padre de Aiden. El otro, un joven impulsivo llamado Eryx, que la noche anterior había gritado aullando el nombre de Selene.
—¡Ella es la razón por la que el consejo nos mira ahora! —bramaba Thoran, su voz grave retumbando—. No necesitamos una extranjera que atraiga desgracias. Necesitamos lealtad al consejo, como siempre ha sido.
Eryx gruñó, mostrando los colmillos.
—El consejo nunca sangró por nosotros. ¡Anoche lo vimos! Ella no teme enfrentarlos, y eso me basta para confiar en ella.
Un círculo de lobos comenzó a formarse alrededor de los dos, los murmullos creciendo como fuego en un campo seco. Algunos asentían con Thoran, otros gritaban en apoyo a Eryx.
El ambiente estalló cuando ambos se transformaron en medio del círculo, sus cuerpos desgarrándose hasta convertirse en enormes lobos, uno de pelaje gris oscuro y el otro rojizo. El choque fue brutal, garras contra garras, colmillos brillando bajo el sol.
Los gritos y aullidos estallaron alrededor, unos pidiendo que se detuvieran, otros animando la pelea.
Fue Aiden quien irrumpió en el círculo, su rugido ensordecedor cortando el aire como un rayo.
—¡BASTA!
El poder de su alfa cayó sobre todos como una ola. Los dos combatientes se congelaron, retrocediendo con el cuerpo tembloroso. Aiden caminó entre ellos, sus ojos dorados encendidos como brasas.
—¿Así es como quieren enfrentar al consejo? ¿Dividiéndose entre ustedes? —Su voz era un trueno que sacudió la tierra—. ¡El enemigo está afuera, no aquí!
El silencio fue total. Solo el jadeo de los lobos transformados rompía la quietud.
Aiden respiró hondo, mirando a cada uno de los presentes.
—Si alguno cree que Selene es una amenaza, que dé un paso al frente ahora. No se oculten tras susurros ni rumores. Hablen como guerreros.
El círculo permaneció inmóvil. Thoran evitó su mirada. Eryx respiraba agitado. Nadie dio un paso.
Aiden los observó con desprecio.
—Eso pensé.
Esa noche, en privado, Aiden dejó caer el peso de su rabia contra una pared de la cabaña, golpeándola con tal fuerza que la madera crujió.
—¡Se están partiendo en dos, Selene! —gruñó—. Y si no los mantengo unidos, el consejo no tendrá que mover un dedo para destruirnos.
Selene lo miró, sin retroceder ante su furia.
—Entonces no los mantengas unidos por miedo. Haz que se unan por algo más grande que el consejo.
Aiden la miró fijamente, con el pecho agitado.
—¿Y qué sería eso?
Selene se acercó, colocando su mano sobre el corazón del alfa. Sus ojos plateados brillaban como lunas gemelas.
—Por la verdad. Por la libertad. Por la promesa de que esta manada no será gobernada por cadenas invisibles.
El silencio entre ellos se cargó de fuego. Aiden comprendió, en ese instante, que la batalla ya no era solo contra el consejo. Era contra la duda, contra las voces internas que querían desgarrarlos desde dentro.
Y la guerra, oficialmente, había comenzado.
En el templo, Marcus recibió informes de los rumores de pelea entre los lobos de Aiden.
—Perfecto —susurró, acariciando el bastón—. Una manada dividida se destruye sola. Solo tenemos que esperar.
Pero en su mirada había un destello de impaciencia. Porque, aunque las grietas crecían, también lo hacía la imagen de Selene como un símbolo inesperado de resistencia.