La tensión en la manada era como un veneno invisible. Cada palabra, cada mirada cargada de sospecha, cada silencio prolongado, aumentaba la fractura. Aiden lo sentía en la médula de sus huesos: su autoridad estaba intacta, pero la confianza que los unía se debilitaba con cada día que pasaba.
Esa noche, la luna creciente se alzaba entre nubes negras. Los lobos dormían inquietos, algunos acurrucados en la aldea, otros patrullando el bosque con nerviosismo. El aire estaba espeso, con un olor metálico que anunciaba tormenta… o sangre.
Selene no podía dormir. Caminaba por la cabaña, sus pasos ligeros sobre la madera. Miró a Aiden, que permanecía sentado junto al fuego, con los codos apoyados en las rodillas y la mirada perdida en las llamas.
—Estás agotado —murmuró ella, sentándose a su lado.
Él no apartó los ojos del fuego.
—No puedo permitirme el lujo de estarlo.
Selene apoyó su mano sobre la suya.
—El consejo espera eso. Que te desgastes, que te debilites por dentro. Pero no luchas solo.
Aiden giró su rostro hacia ella. Había en sus ojos dorados un brillo salvaje, mezcla de ternura y furia. Iba a responder, pero un aullido rasgó el aire de pronto, desgarrador, urgente.
Un segundo aullido lo siguió, luego un tercero. El bosque vibró con el sonido de docenas de gargantas clamando alarma.
Aiden se levantó de un salto.
—¡Nos atacan!
La aldea estalló en caos en cuestión de segundos. Lobos surgían de la oscuridad, con las marcas del consejo tatuadas en sus brazos y pechos, guerreros entrenados especialmente para matar. No eran simples mercenarios: eran la guardia negra, los cazadores de los ancianos.
Entraron en silencio, y cuando los centinelas dieron la alarma, ya estaban entre las casas, cortando gargantas y prendiendo fuego a los techos de madera.
Aiden se transformó en un rugido ensordecedor, huesos y músculos estallando mientras su lobo emergía: un coloso de pelaje negro azabache y ojos como fuego líquido. Saltó contra dos enemigos al mismo tiempo, desgarrando uno con sus fauces mientras su garra destrozaba el pecho del otro.
Kael llegó corriendo con un grupo de guerreros, transformándose a mitad de carrera.
—¡Al bosque! ¡Defiendan el círculo! —rugió, y los suyos se lanzaron contra la primera oleada.
Selene salió de la cabaña, pero en lugar de retroceder, levantó las manos hacia el cielo. La luna creciente la iluminó como si respondiera a su llamado. Sus ojos se tornaron plateados brillantes, y de sus labios salió un canto bajo, ancestral.
Un viento helado recorrió la aldea, apagando parte de las llamas y haciendo vacilar a los invasores. Algunos retrocedieron, confundidos, al sentir cómo la energía de la loba los envolvía como una sombra plateada.
—¡Es ella! —gritó uno de los atacantes, con el rostro torcido por el miedo—. ¡La hija de la maldición!
Ese grito no trajo orden, sino más furia. Los guerreros del consejo la señalaron como objetivo.
Aiden lo vio y su rugido hizo temblar la tierra.
—¡NADIE TOCA A MI MATE!
El combate fue brutal. El suelo se cubrió de sangre, los aullidos mezclándose con el choque de cuerpos y el crujido de huesos. El consejo había lanzado a los mejores, pero la manada de Aiden no se rindió.
Eryx, el joven lobo que la defendía abiertamente, luchaba como un demonio, su pelaje rojizo empapado en sangre. Cada enemigo que caía bajo sus colmillos parecía un grito de lealtad hacia Selene.
Thoran, en cambio, dudaba. Peleaba, sí, pero su mirada se desviaba una y otra vez hacia ella, como si luchara contra sus propios pensamientos más que contra los enemigos.
En medio del caos, tres cazadores lograron rodear a Selene. Uno de ellos lanzó una cadena de plata que rozó su brazo, quemándole la piel. Ella gritó, tambaleándose, mientras el metal chisporroteaba contra su carne.
Aiden vio la escena y su lobo enloqueció. Atravesó el campo de batalla como una tormenta negra, arrollando a quien se interpusiera. Se lanzó sobre el cazador que sostenía la cadena y lo partió en dos con un mordisco, arrancando su torso de cuajo. El segundo cayó bajo su garra, la cabeza separada del cuerpo.
El tercero intentó huir, pero Selene, con un aliento de furia, levantó la mano y murmuró un conjuro en lengua ancestral. El aire se volvió cuchillas invisibles que lo destrozaron antes de que pudiera dar un paso.
El silencio momentáneo que siguió fue ensordecedor. Los lobos de la manada vieron cómo alfa y mate peleaban juntos, como una tormenta doble, como si hubieran nacido para desatar destrucción lado a lado.
Y por un instante, el miedo se transformó en otra cosa. En respeto. En fe.
Al amanecer, el campo estaba cubierto de cadáveres. La guardia negra había sido repelida, aunque a un alto costo: varios guerreros yacían entre los muertos, y otros respiraban con dificultad, heridos de gravedad.
Kael se acercó a Aiden, el cuerpo manchado de sangre hasta la cintura.
—Era un ataque de prueba —dijo con voz ronca—. No era toda la guardia. Solo querían medirnos.
Aiden gruñó, con los ojos ardiendo.
—Entonces que lleven este mensaje de vuelta: que no somos tan fáciles de quebrar.
Selene se acercó, agotada, con el brazo vendado donde la plata la había marcado. Pero sus ojos plateados brillaban aún con fuerza.
—El consejo sabe que estamos divididos. Por eso atacaron ahora. Quieren que nos matemos entre nosotros.
Aiden la rodeó con su brazo, atrayéndola contra él.
—Que lo intenten. Si quieren guerra, la tendrán. Pero no serán ellos quienes nos destruyan.
Alrededor, los lobos comenzaron a reunirse, algunos inclinando la cabeza ante ellos, otros aún en silencio. Pero había un cambio sutil: en la forma en que los miraban, ya no solo con temor, sino con la primera chispa de fe.
Muy lejos, Marcus recibió la noticia de la derrota con un gesto sombrío.
—Así que sobrevivieron… —murmuró.