El aire estaba denso en la aldea. Los días posteriores al ataque habían sido un silencio interrumpido por los martillazos de reconstrucción, los lamentos de las familias y las voces que murmuraban en las esquinas. Nadie lo decía abiertamente, pero todos lo sentían: algo había cambiado.
Selene caminaba entre las casas, llevando hierbas medicinales y ayudando a los heridos. Sus ojos plateados eran como faros en medio de la oscuridad, y los lobos la recibían con respeto… o con recelo. Algunos la agradecían con sonrisas sinceras. Otros, en cambio, evitaban su mirada, inclinando la cabeza solo por cortesía.
Aiden lo notaba todo. Cada gesto, cada silencio cargado. Y cada vez que veía a Selene trabajar sin quejarse, aunque la mitad de la aldea aún la tratara como una intrusa, su pecho ardía de orgullo… y de rabia.
Mientras tanto, en la sala de piedra, el consejo tejía su telaraña.
—La batalla no fue suficiente —gruñó Marcus, golpeando el bastón contra el suelo—. Cada vez que intentamos quebrarlos, esa mujer se vuelve más fuerte a sus ojos.
—Entonces no los ataquemos con acero —respondió la anciana de mirada venenosa, su voz como un silbido de serpiente—. Atacaremos con verdad. O con lo que ellos crean que es verdad.
Marcus arqueó una ceja.
—Habla.
La anciana sonrió con una mueca torcida.
—Sabemos lo que corre por sus venas. Selene es descendiente de los Lunasangre, ese linaje maldito que en el pasado trajo guerras y muerte. Los ancestros aún recuerdan cómo sus dones desataron la locura entre manadas enteras. ¿Por qué no recordárselo a todos?
El consejo asintió con murmullos de aprobación. Marcus se inclinó hacia adelante, sus ojos brillando con frialdad.
—Sí… que el rumor corra como veneno. No necesitaremos levantar una sola espada si su propia manada la rechaza.
Los rumores llegaron primero como susurros.
“Dicen que su sangre no es pura…”
“Su canto… ¿y si es brujería?”
“Los Lunasangre traían muerte. ¿Y si vuelve a pasar?”
Selene lo notó en las miradas, en la forma en que algunos niños eran apartados de su camino, en los cuchicheos que morían apenas ella pasaba. Una punzada fría le atravesaba el corazón, pero nunca lo dejó ver. Seguía curando, seguía sonriendo, seguía entregando todo.
Pero cuando la noche caía y estaba sola con Aiden, el peso la ahogaba.
—No importa lo que haga —susurró una noche, las manos temblando en el regazo—. Siempre seré… la maldita.
Aiden la tomó por los hombros, obligándola a mirarlo. Sus ojos dorados brillaban con furia y ternura.
—Eres mi mate. Y si alguien osa llamarte maldita, lo pagará con su vida.
Ella bajó la mirada, pero sus labios temblaron en una sonrisa rota.
—No puedes pelear contra todo un mundo, Aiden.
Él la estrechó contra su pecho, jurándose a sí mismo que si el mundo se atrevía a ponerse en su contra, lo destrozaría con sus propias manos.
No todos los rumores se quedaron en voces anónimas.
Thoran, desde la sombra, los escuchaba… y los alimentaba. Nunca de frente, nunca abiertamente. Bastaba con dejar caer frases en el aire, preguntas disfrazadas de dudas:
“¿Y si su canto no fue un don, sino un hechizo para manipularnos?”
“¿Acaso no es sospechoso que justo cuando ella aparece, el consejo se vuelve contra nosotros?”
“¿Podemos confiar en alguien cuya sangre viene de los malditos?”
Kael lo enfrentó un atardecer, cansado de escuchar su veneno en las filas.
—¿Qué estás haciendo, Thoran? —le gruñó, cerrándole el paso en el patio de entrenamiento.
Thoran lo miró, desafiante, con los brazos cruzados.
—Estoy haciendo preguntas que todos piensan y nadie se atreve a decir.
—¡Lo que estás haciendo es dividirnos! —Kael lo empujó, y ambos casi chocan pecho contra pecho—. Si dudas de ella, dudas de Aiden. ¿Y qué es una manada sin confianza en su alfa?
Thoran se rió, una risa amarga.
—Una manada que piensa por sí misma. ¿O acaso quieres que todos nos arrodillemos ante una loba que ni siquiera conocemos de verdad?
El silencio fue cortado por gruñidos de los guerreros alrededor. Algunos asintieron con Kael, otros con Thoran. La grieta ya estaba abierta.
Esa noche, Selene sintió la tensión más que nunca. Desde la cabaña podía escuchar las discusiones, los murmullos que ya no eran tan silenciosos. Su pecho se apretaba como si una garra invisible lo estrujara.
Se levantó y salió al bosque. El aire fresco de la luna la abrazó, y en el claro más cercano alzó la cabeza al cielo. Dejó que su voz se elevara otra vez, ese canto antiguo que parecía brotar de la misma luna.
Cantó para los caídos, para los vivos, para los que dudaban y para los que creían. Cantó porque era lo único que podía hacer para no romperse.
Y Aiden, que la había seguido sin que ella lo notara, la escuchó desde la sombra. Cuando el canto terminó, se acercó y la rodeó con sus brazos, apoyando la frente en la suya.
—Deja que murmuren, deja que duden. —Su voz era un rugido bajo, cargado de promesa—. Mientras yo respire, Selene, nadie te tocará.
Ella cerró los ojos, y por primera vez en mucho tiempo, lloró en silencio contra su pecho.
Muy lejos, en la sala del consejo, Marcus sonrió al recibir el informe de sus espías.
—Perfecto. La semilla ya ha sido plantada. Ahora, solo tenemos que esperar a que el veneno florezca.