La mañana llegó fría. El sol apenas asomaba entre las nubes cuando Selene abrió los ojos. Estaba aún envuelta en los brazos de Aiden, quien no había dormido un instante. Sus ojos dorados la observaban en silencio, atentos a cada respiración.
Selene apartó la mirada, avergonzada de su vulnerabilidad.
—Lo viste, ¿verdad? —murmuró.
Aiden no respondió de inmediato. Simplemente asintió.
—Sí. Y no tienes por qué cargar sola con ese peso.
Ella se mordió el labio, luchando contra el nudo en la garganta. Por un momento pensó en callar, en esconderse detrás de su silencio como siempre había hecho. Pero algo en la forma en que Aiden la miraba, sin juicio ni compasión, solo con certeza, la hizo hablar.
—Mis padres… —su voz se quebró, pero continuó—. Los mataron frente a mí. Dijeron que era por mi maldición. Por estos lunares. —Se arremangó la túnica, mostrando la piel marcada como constelaciones en su brazo—. Dijeron que yo era el presagio de la destrucción, y que su sangre era el precio por haberme traído al mundo.
Una lágrima rodó por su mejilla, y luego otra, hasta que no pudo contener el llanto.
—Si yo no hubiera nacido… ellos seguirían vivos.
Aiden sintió la furia crecer en su pecho. No contra ella, sino contra los monstruos que habían hecho eso. Sujetó su rostro con firmeza, obligándola a alzar la vista hacia él.
—Escúchame bien, Selene. —Su voz era un trueno contenido—. Tú no los mataste. No fue tu culpa. Ellos eligieron el miedo. Ellos decidieron asesinar lo que no podían comprender. La maldición no eres tú… la maldición es el odio que ellos sembraron.
Selene sollozó, buscando su pecho, como si necesitara su calor para no desmoronarse.
—¿Y si es verdad? ¿Y si solo traigo muerte? ¿Y si un día tú también mueres por mí?
Aiden la rodeó con los brazos, apretándola contra sí con una fuerza casi desesperada.
—Entonces moriré a tu lado. Pero nunca voy a dejarte. Nunca. —Su voz se suavizó, aunque el fuego en ella no desapareció—. Y mientras viva, te mostraré que el amor no es un castigo, Selene. Es libertad.
Ella lo miró, confundida, con las lágrimas aún corriendo.
—No sé cómo amar… nunca lo aprendí.
Aiden acarició su cabello, susurrándole al oído.
—No necesitas saberlo todo ahora. Solo quédate conmigo, y día a día aprenderás. Yo no tengo miedo. No de ti.
Los sollozos de Selene se fueron apagando poco a poco, hasta que quedó acurrucada contra él, con el rostro húmedo en su pecho. Por primera vez, no sintió que sus recuerdos la ahogaban por completo. Había dolor, sí… pero también un refugio.
Afuera, el consejo seguía envenenando a la manada. El enfrentamiento era inevitable. Pero dentro de esa cabaña, algo aún más poderoso comenzaba a germinar: la semilla del verdadero vínculo entre Aiden y Selene, un lazo capaz de desafiar incluso a la oscuridad.
El amanecer se filtraba entre las ramas altas del bosque, tiñendo de un dorado pálido las chozas de madera. El canto de los pájaros parecía lejano, casi ajeno al aire cargado de tensión que se respiraba en la aldea.
Aiden despertó temprano, como cada día. Durante años había vivido con el peso del mando, con la certeza de que cualquier error podía costar vidas. Pero desde que Selene estaba en su vida, ese peso se sentía diferente: ya no cargaba solo con la seguridad de su manada, sino también con la necesidad de proteger a la mujer que la luna le había entregado.
Al voltear, la encontró aún dormida. Selene se acurrucaba bajo las pieles, el rostro relajado, con los labios apenas entreabiertos. Esa visión calmaba las tormentas de su espíritu. Sin embargo, la calma duró poco. Aiden sabía que dentro de ella seguían latiendo las sombras.
Se levantó sin hacer ruido, pero Selene se removió y abrió los ojos lentamente. Sus pupilas grises se encontraron con las de él.
—¿Ya te vas? —preguntó con voz queda, ronca de sueño.
Aiden se inclinó hacia ella, acariciando con suavidad su cabello desordenado.
—Tengo que reunirme con los jefes de patrulla. —Hizo una pausa, sonriendo apenas—. Volveré antes de que lo notes.
Selene asintió, aunque en su mirada había un velo de inseguridad. Aiden lo notó y decidió añadir:
—Confía en mí. No dejaré que nada te ocurra.
Selene tragó saliva, bajando la vista.
—No es eso… —murmuró—. Es que… no estoy segura de confiar en mí misma.
Esas palabras lo golpearon en lo más hondo. Se inclinó más y le besó la frente.
—Yo confío en ti. Y eso será suficiente, al menos por ahora.
Cuando Aiden salió, Selene se quedó sentada, abrazando las sábanas. Su mente volvió inevitablemente a las palabras de la noche anterior. “No sé cómo amar”. ¿Y si nunca podía aprender? ¿Y si el destino la condenaba a repetir la misma historia de sangre?
El consejo se reunió esa misma mañana en la plaza central. Bajo la estatua antigua de la primera Luna, cinco ancianos esperaban a Aiden. Había desconfianza en sus ojos, y algunos guerreros rondaban alrededor como guardianes.
—El alfa ha perdido el rumbo —dijo uno de los ancianos, de barba blanca y mirada fría—. Su juicio está nublado por una forastera. Una mujer marcada.
Otro asintió con dureza.
—El linaje de Aiden siempre fue fuerte, pero hasta los más fuertes caen si se dejan arrastrar por el deseo. Esa muchacha no es más que un mal augurio. Desde que ella llegó, las disputas entre manadas se han intensificado.
Aiden apretó los puños, conteniendo la ira. Su voz fue grave y firme.
—Ella no es el problema. El problema son ustedes, que prefieren avivar el miedo antes que la unidad.
El murmullo se elevó entre los guerreros. Algunos lo apoyaban con gruñidos y asentimientos; otros lo observaban con duda. El consejo había sembrado bien su veneno.
Finalmente, el anciano principal alzó la voz.
—Entonces será la luna quien decida, Aiden. Te retamos a un Rito de Sangre. Un duelo. Si ganas, tu liderazgo será incuestionable. Si pierdes… entregarás el mando y a la mujer.