El primer rayo de sol se filtró entre las rendijas de la cabaña, iluminando las pieles revueltas en el suelo. El fuego de la chimenea se había consumido durante la noche, dejando solo brasas débiles que aún respiraban calor.
Selene abrió lentamente los ojos. Lo primero que sintió fue el peso reconfortante de un brazo fuerte sobre su cintura, envolviéndola en un abrazo protector. Lo segundo fue la calidez de un cuerpo contra el suyo, piel contra piel, sin nada que los separara. Y lo tercero… fue la paz.
Una paz que nunca había sentido.
Por un instante, su mente se resistió, como siempre lo había hecho. El reflejo del miedo intentó abrirse paso: recordarle las pesadillas, la sangre de sus padres, el estigma de sus lunares. Pero en cuanto volvió la cabeza y vio el rostro de Aiden dormido a su lado, la calma la envolvió otra vez como un manto.
Su respiración era profunda, su expresión relajada a pesar de las cicatrices que cruzaban su torso y su cuello. En su sueño, parecía más hombre que alfa, más humano que guerrero. Y sin embargo, Selene sabía que en él latía el poder de una bestia indomable.
Lentamente, levantó la mano y recorrió con la yema de los dedos la línea de su mandíbula, bajando por su cuello hasta detenerse en el pecho, donde los latidos golpeaban con fuerza constante.
“Está vivo”, pensó, con un nudo en la garganta. “Está conmigo. Y me eligió”.
Aiden se movió suavemente, despertando. Abrió los ojos, dorados incluso en la penumbra, y sonrió apenas al verla tan cerca.
—Buenos días, luna mía —murmuró, su voz grave por el sueño.
Selene enrojeció, bajando la mirada.
—No me llames así.
Él rió quedo, besando su frente.
—Ya es tarde para huir de lo que eres.
Ella frunció el ceño, pero no se apartó.
—¿Y qué soy, entonces?
Aiden la apretó más contra él, inhalando su aroma con un suspiro satisfecho.
—Eres mi hembra. Mi compañera. Mi luna.
Las palabras la estremecieron. Durante años había temido ser vista como una marca, una maldición, un peligro. Y ahora él la llamaba suya, no como una cadena, sino como un honor.
Selene sintió un calor distinto encenderse en su vientre, no el miedo, sino el recuerdo ardiente de lo que habían compartido la noche anterior. Su cuerpo reaccionó al instante, y Aiden lo notó.
Con un gruñido suave, deslizó los labios por su cuello, deteniéndose justo donde la había mordido para marcarla. La piel aún estaba sensible, ardiendo bajo la caricia.
—Aquí —susurró él—. Aquí es donde la Luna me mostró que eres mía.
Selene jadeó, arqueando la espalda.
—Aiden… todavía estoy… —pero su protesta se quebró en un gemido cuando él la acarició con paciencia y deseo.
—Lo sé —dijo con ternura, sus ojos ardiendo de dorado—. Y aún así, tu cuerpo me llama como si no hubiéramos tenido suficiente.
Selene no pudo negarlo. Lo había sentido toda la noche: esa hambre insaciable que no era solo deseo físico, sino el instinto del vínculo, el apareamiento que los había sellado. Era como si sus cuerpos y almas reclamaran repetirse, hasta que no quedara duda de que eran uno.
Se giró para mirarlo de frente, sus labios encontrando los suyos con urgencia. Esta vez no había miedo, no había titubeo. Selene se dejó guiar por el fuego, por el instinto, por el amor que por fin había aceptado.
La mañana se llenó de gemidos suaves, susurros de promesas y movimientos lentos pero intensos. No era la desesperación de la noche anterior, sino una entrega distinta: la reafirmación tranquila de que pertenecían el uno al otro.
Cuando finalmente descansaron otra vez, exhaustos, Selene se acurrucó contra el pecho de Aiden, sus dedos trazando círculos distraídos sobre las cicatrices de su abdomen.
—Nunca pensé que pudiera sentirme así —confesó ella en voz baja.
—¿Así cómo? —preguntó él, acariciando su cabello.
Selene cerró los ojos.
—Libre.
El silencio se llenó con esa palabra. Libre. Como si todo el peso de su pasado hubiera comenzado a deshacerse en las llamas de esa unión.
Aiden besó su cabeza con devoción.
—Eso es lo que quiero para ti, Selene. No que seas mía por cadenas… sino porque eliges quedarte conmigo.
Ella lo miró, con lágrimas brillando en sus ojos, y supo que ese era el comienzo de una nueva vida.
Una vida donde el amor no era condena, sino redención.