La Marca de la Luna

Capítulo 35: Sombras en la sangre

La cabaña estaba en silencio después de que Aiden se marchara. Selene permaneció recostada, envuelta en las pieles que aún llevaban el calor de su cuerpo, pero la sensación de vacío era insoportable.

Cada vez que cerraba los ojos, veía fragmentos de lo ocurrido la noche anterior: los labios de Aiden sobre su piel, el rugido con que la había reclamado, la intensidad con la que sus cuerpos se unieron bajo la bendición de la Luna. Y aunque eso le provocaba un escalofrío de placer y ternura, pronto esas imágenes eran arrastradas por otras, mucho más oscuras.

Los rostros de sus padres.

Los gritos.

La sangre derramada sobre el suelo de su hogar.

Selene se tapó el rostro con ambas manos, como si pudiera bloquear la visión. Su respiración se aceleró, y sintió de nuevo aquel nudo en la garganta que la había acompañado desde niña.

Todo lo que toco se destruye. Todo lo que amo, muere.

Las palabras de su abuela, dichas años atrás, regresaron como un eco venenoso.

"Estás maldita, Selene. Esos lunares que llevas son la señal de que la Luna misma te condenó."

Luchó contra las lágrimas, pero terminaron escapando, manchando sus mejillas.

No supo cuánto tiempo pasó, hasta que, agotada, terminó quedándose dormida.

Fue entonces cuando llegó la pesadilla.

El bosque ardía. El humo negro cubría el cielo, y los aullidos de su manada resonaban en todas direcciones. Ella corría, pero sus piernas se sentían pesadas, como si la tierra intentara devorarla.

De pronto los vio: sus padres, de pie frente a ella, con los ojos enrojecidos y la piel cubierta de lunares idénticos a los suyos. Pero en sus rostros no había amor, ni dulzura. Solo reproche.

—Tú nos condenaste —dijo su madre, con una voz fría que jamás había usado en vida.

—Por tu culpa la manada murió —agregó su padre, avanzando hacia ella.

Selene retrocedió, gritando que no, que eso no era cierto. Pero ellos continuaban acercándose, sus cuerpos transformándose en lobos cubiertos de sombras, con colmillos goteando sangre.

Y cuando se lanzaron sobre ella, Selene despertó con un grito desgarrador.

El pecho le dolía, el sudor la cubría por completo y sus manos temblaban al aferrarse a la manta. No sabía si estaba en la pesadilla o en la realidad.

—¡Selene!

La voz grave la arrancó del abismo. Aiden irrumpió en la cabaña, los ojos encendidos de preocupación, todavía con la chaqueta de cuero sin abrochar. La había escuchado desde afuera.

Corrió hacia ella y la rodeó con sus brazos sin pedir permiso.

—Estoy aquí, amor. Estoy aquí… —murmuró, apretándola contra su pecho—. Nadie te va a hacer daño.

Selene sollozaba, temblando, incapaz de hablar. Se aferró a él como si fuera lo único real.

Aiden la sostuvo largo rato, acariciando su cabello con paciencia, sin exigir explicaciones. Cuando su respiración se estabilizó un poco, la inclinó hacia atrás para mirarla a los ojos.

—¿Quieres contarme qué viste?

Ella negó al principio, pero sus labios temblaron y las palabras salieron entrecortadas:

—Eran… mis padres. Me culpaban… decían que yo los había condenado. Que por mi culpa… por mis lunares… todo se destruyó.

Aiden apretó la mandíbula, furioso con un enemigo que no podía golpear: las sombras de su pasado.

—Escúchame bien, Selene. Tú no eres culpable de nada. Ni de sus muertes, ni de tu marca, ni de esta maldición absurda que ellos te hicieron creer.

—Pero… los lunares… —balbuceó ella, mirando sus brazos como si fueran cadenas.

Aiden tomó su muñeca y besó la piel marcada con un fervor casi salvaje.

—Estos lunares no son una condena. Son tuyos. Y yo los reclamo como parte de ti. ¿Me entiendes? —Su voz se quebró apenas—. No volveré a dejar que los odies.

Las lágrimas volvieron a rodar, pero esta vez no eran solo de dolor. Selene hundió el rostro en su pecho, y Aiden la meció como si fuera lo más frágil y lo más valioso a la vez.

—Te amo, Selene —susurró en su oído, como si al repetirlo pudiera borrar todos los gritos de la pesadilla—. Y te lo diré mil veces más hasta que lo creas.

Selene lo miró, con el corazón latiendo tan fuerte que le dolía. Nunca había escuchado esas palabras de forma tan clara, tan firme, tan real.

Y aunque aún tenía miedo, aunque las sombras no habían desaparecido, algo dentro de ella se encendió como una chispa: la posibilidad de que amar no fuera una condena, sino una salvación.

—Yo también te amo, Aiden… —dijo con un hilo de voz, y sus labios se encontraron en un beso cargado de lágrimas, pasión y promesas.

Él la recostó de nuevo, no con urgencia esta vez, sino con infinita ternura. Sus caricias fueron un bálsamo, un recordatorio de que no estaba sola. Selene se aferró a él como a su única verdad, dejándose envolver por su calor hasta que el temblor desapareció.

Y esa noche, por primera vez en mucho tiempo, durmió sin miedo.




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