La Marca de la Luna

Capítulo 38: La celebración y el fuego secreto

El aire en el claro estaba impregnado de humo, sangre y expectación. El cuerpo del jabalí yacía en el centro, símbolo de victoria. Las antorchas fueron encendidas una a una hasta que el círculo entero brilló con luz dorada, iluminando el rostro de la manada que, por primera vez, no la miraba con desconfianza, sino con respeto.

—La prueba ha sido superada —anunció el anciano Edran, aunque su voz sonaba menos firme de lo que pretendía—. La loba blanca ha demostrado ser digna de correr entre nosotros.

Un rugido de aprobación se alzó de la multitud, una mezcla de aullidos y vítores que hizo vibrar el aire. Aiden no apartaba la vista de ella; había estado conteniendo la respiración durante toda la prueba, y ahora, por fin, podía mirarla con orgullo sin temor.

Selene, de pie en el centro, sintió que sus lunares ardían como brasas sobre su piel, pero esta vez no como un recordatorio de maldición, sino como marcas de poder. Había ganado. Había sobrevivido. Y, aunque no lo diría en voz alta, había sentido por primera vez que el espíritu de la luna la reconocía como algo más que una huérfana maldita.

La celebración comenzó al instante: los guerreros trajeron vino de mora y carne asada, las lobas entonaron cantos antiguos, y el círculo se transformó en una fiesta tribal. El fuego crepitaba alto, lanzando chispas hacia el cielo estrellado.

Selene, sin embargo, apenas probó bocado. Sus ojos buscaban siempre los de Aiden, que no dejaba de observarla desde la orilla del círculo. La intensidad de su mirada era casi insoportable, como si todo lo que había contenido hasta entonces estuviera a punto de desbordarse.

Más tarde, cuando el ruido de los tambores y risas aún llenaba el aire, Aiden se acercó a ella.

—Ven conmigo —dijo en voz baja, apenas audible entre el bullicio.

Selene lo siguió sin dudar. Se internaron en el bosque, dejando atrás la luz del fuego y el murmullo de la manada. La oscuridad los envolvió, solo rota por el resplandor plateado de la luna creciente.

Cuando se detuvieron junto a un arroyo, Aiden giró hacia ella. Sus ojos brillaban con una intensidad salvaje.

—Pensé que te perdería.

Selene frunció el ceño, conmovida.

—Nunca me he sentido más viva.

Él soltó una risa amarga, cargada de alivio y frustración.

—No entiendes, Selene. Mientras estabas ahí afuera, todo mi cuerpo gritaba por ir tras de ti. Cada instinto, cada fibra de mí quería protegerte… pero no podía. Y si algo te hubiera pasado… —se interrumpió, incapaz de decirlo.

Selene se acercó, poniendo su mano sobre su pecho desnudo, sintiendo el latido frenético de su corazón.

—Pero no me pasó nada. Estoy aquí. Contigo.

Hubo un silencio, cargado de electricidad. La tensión acumulada, el miedo, el deseo contenido durante semanas, todo estalló de golpe.

Aiden la atrapó contra él, sus labios aplastándose sobre los de ella en un beso feroz, hambriento. Selene gimió en su boca, aferrándose a sus hombros mientras el calor la devoraba. Era como si la luna misma ardiera en sus venas.

—Eres mía —gruñó él, con voz ronca contra su cuello.

—Siempre lo fui —susurró ella, temblando bajo sus caricias.

El mundo desapareció a su alrededor. Solo quedaron ellos: la tierra húmeda bajo sus pies, el murmullo del agua, la luna testigo de su unión. La pasión se volvió incontrolable, como un incendio. Sus cuerpos se buscaron con desesperación, con la necesidad de dos almas que habían estado destinadas desde siempre pero separadas por la duda y el miedo.

Cada beso era una confesión, cada caricia un juramento silencioso. Cuando finalmente se unieron, fue más que un acto físico: fue el cumplimiento de un lazo marcado por la luna, el grito ancestral de los mates que, en esa noche, se reconocieron por completo.

Selene sintió que todo su dolor, sus pesadillas, sus miedos, se deshacían bajo sus manos, bajo la voz de Aiden susurrándole su nombre como si fuera la palabra más sagrada del mundo.

Y Aiden, por primera vez, no fue solo un alfa, ni un líder, ni un guerrero. Fue simplemente un hombre que había encontrado en ella su razón de luchar.

Horas después, cuando el amanecer comenzaba a pintar el horizonte, Selene despertó entre sus brazos, exhausta pero en paz. Aiden la miraba, acariciando con reverencia sus lunares, como si fueran constelaciones dibujadas sobre su piel.

—No hay maldición en ti —dijo en un susurro—. Solo fuerza. Solo la mujer que amo.

Selene lo observó con lágrimas en los ojos. No sabía si el mundo los aceptaría, si las guerras que se acercaban los dejarían disfrutar de este amor. Pero por primera vez en su vida, no sintió miedo de esa palabra.

—Entonces enséñame —susurró—. Enséñame lo que significa amar.

Aiden la besó suavemente, y en ese instante supieron que, pase lo que pase, ya no había marcha atrás.




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