La Marca de la Luna

Capítulo 39: Entre la calma y las sombras

El sol ya había trepado lo suficiente como para teñir de oro las copas de los árboles cuando Selene y Aiden regresaron al campamento. Los tambores y cantos de la noche anterior habían cesado, dejando un silencio expectante. Algunos guerreros aún dormían junto al fuego apagado, otros estaban de pie, atentos, como si esperaran una señal.

La primera en verlos fue Nara, una de las lobas más jóvenes, quien soltó un pequeño jadeo y apartó la vista con rapidez. Pero no fue lo suficientemente veloz para evitar que los demás siguieran su mirada. Poco a poco, los ojos de la manada se volvieron hacia ellos: Selene caminaba con la cabeza erguida, aunque su piel aún brillaba como si llevara la luna tatuada; Aiden estaba a su lado, la mano firme en la espalda de ella, sin disimular el gesto posesivo y protector.

Los murmullos comenzaron a correr.

—Están vinculados…

—La loba blanca y el alfa…

—¿Cómo puede ser posible?

Edran, el anciano consejero, se adelantó con su rostro endurecido.

—¿Lo que oigo es cierto? —su voz sonó como un látigo—. ¿Has sellado tu unión con ella, Aiden?

El alfa lo sostuvo con la mirada, sin rastro de duda.

—Sí. Ella es mi compañera, elegida por la luna y por mi alma. No habrá marcha atrás.

Un murmullo de incredulidad sacudió al grupo. Algunos aullaron en señal de celebración, otros bajaron la cabeza con recelo. Selene sintió una punzada en el pecho; parte de ella aún esperaba rechazo, el mismo que había marcado toda su vida. Pero la mano de Aiden en su espalda la sostuvo, como si con ese simple contacto le recordara que ya no estaba sola.

—Esto es una afrenta a la tradición —insistió Edran, furioso—. ¿Vincularte con una maldita? ¿Con la causa de la muerte de sus propios padres? ¡Nos condenarás a todos!

El aire se tensó, las garras de algunos lobos asomaron. Selene tembló, y el recuerdo de aquellas voces acusadoras de su niñez regresó como cuchillos. Pero esta vez no tuvo que defenderse sola.

Aiden avanzó un paso, liberando un aura de autoridad tan fuerte que varios retrocedieron sin darse cuenta.

—¡Basta! —rugió—. Selene no es una maldición. Anoche todos la vieron vencer al jabalí. La luna la eligió, y yo también. Quien no respete nuestro vínculo, que lo diga ahora… y me lo diga frente a frente.

Un silencio espeso cayó sobre la manada. Nadie se atrevió a desafiarlo. Incluso Edran, pese a su odio evidente, bajó la mirada un instante, comprendiendo que la fuerza de Aiden lo superaba.

Selene sintió que un calor le recorría el pecho. Nunca nadie había hablado así por ella. Nunca nadie la había defendido con esa convicción.

La jornada pasó entre tensiones y pequeños gestos de aceptación. Algunos lobos se acercaron para felicitarla, otros aún evitaban mirarla. Pero lo que más recordaría Selene sería la noche siguiente.

Cuando el campamento quedó en calma, Aiden la llevó a lo alto de una colina desde donde se veía toda la extensión del bosque. El cielo estaba despejado, la luna brillaba inmensa, bañándolos en un resplandor plateado.

—Cuando era niño, mi madre me contaba que cada luna llena guardaba los secretos de los lobos —murmuró Aiden, sentado detrás de ella, con los brazos rodeándola—. Que en su luz estaban las respuestas a todo lo que temíamos.

Selene apoyó la cabeza en su pecho, escuchando el ritmo firme de su corazón.

—Yo siempre la vi como un juez… —confesó en voz baja—. Su luz me recordaba lo que perdí, lo que me arrebató.

Aiden besó suavemente su cabello.

—Quizás la luna no te quitó nada. Quizás solo estaba esperando el momento de devolvértelo todo.

Selene levantó la mirada hacia él, conmovida por esas palabras. Y entonces, con la vulnerabilidad que solo surge cuando el alma se desnuda, lo dijo:

—Aiden… creo que empiezo a entender qué es amar.

El alfa la sostuvo con más fuerza, su rostro suavizándose en una sonrisa rara, casi tímida.

—Y yo solo sé que, desde que llegaste, todo lo demás ha perdido importancia.

Se besaron bajo la luna, esta vez sin la urgencia del deseo, sino con la calma profunda de quienes han encontrado un hogar en el otro. No necesitaban palabras: sus respiraciones acompasadas, sus manos entrelazadas, sus corazones latiendo al unísono, eran suficientes.

Pero mientras ellos sellaban ese momento de paz, en el corazón del bosque algo más se movía. Sombras que no aullaban con alegría, sino que conspiraban en silencio, aguardando el momento de desgarrar la unión que tanto costaba mantener.

La calma había llegado… pero todos sabían que sería breve.




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