El sol había terminado de teñir el cielo con sus tonos dorados cuando Selene y Aiden abandonaron la cama. Pero no lo hicieron con prisa. Entre risas y caricias, habían alargado cada minuto, como si el mundo entero girara solo para darles ese respiro.
Selene caminó descalza por la cabaña, envuelta apenas en la manta que había tomado de la cama. Su piel aún ardía por la unión de aquella mañana, y cada paso le recordaba el ardor delicioso de lo que había compartido con Aiden.
El alfa la siguió, mirándola como si fuera un milagro viviente. Se detuvo detrás de ella, atrapándola con un brazo alrededor de la cintura y besándole el hombro desnudo.
—Me gusta verte así —murmuró—. Relajada… como si la oscuridad del pasado no pudiera alcanzarte aquí.
Selene apoyó la cabeza contra su pecho, suspirando.
—Es que contigo… es como si las pesadillas no tuvieran lugar.
Él sonrió contra su piel.
—Entonces juro que haré lo que sea para mantenerte siempre así, Selene.
La loba se giró para mirarlo a los ojos. Sus iris dorados brillaban con sinceridad. Por un instante, Selene no supo qué decir, porque dentro de ella se libraba una batalla. Amaba lo que sentía en sus brazos, esa paz nueva, ese calor. Pero al mismo tiempo, el recuerdo de su familia asesinada por la maldición de los lunares le pesaba como una losa. ¿Podría ella tener un futuro sin que esa sombra la alcanzara otra vez?
Aiden pareció leer parte de su duda. Le levantó la barbilla con suavidad y la besó. No un beso voraz, sino uno lento, que le hablaba de promesas y certezas. Selene se derritió en él, dejando que ese contacto borrara sus miedos, aunque fuera por un instante.
Más tarde, Aiden encendió el fuego de la chimenea y cocinó algo simple: carne asada y pan recién horneado que había traído un guerrero de la manada. Selene lo observó mientras trabajaba, divertida.
—Nunca imaginé a un alfa cocinando para alguien —dijo con una sonrisa burlona.
—Nunca lo hice antes —replicó él, arqueando una ceja—. Eres la primera que me hace querer aprender.
Selene soltó una carcajada sincera, una que hacía tiempo no nacía de sus labios. Aquella cabaña se llenó de sonidos cálidos: el chisporroteo del fuego, el aroma de la comida, y la risa de ella. Y Aiden se juró que quería escuchar esa risa todos los días de su vida.
Comieron juntos, sin formalidades, compartiendo trozos con las manos, manchándose un poco y terminando por reír aún más. En un momento, Aiden le pasó un trozo de pan y, cuando Selene lo tomó con los dientes, él se inclinó y atrapó sus labios en un beso inesperado.
—Eres un lobo demasiado travieso —protestó ella, aunque sus mejillas se habían encendido.
—Y tú demasiado deliciosa para resistirme —replicó él, mordiéndole suavemente el labio.
Ese juego inocente pronto derivó en otra ronda de caricias. Entre risas y susurros, terminaron en el suelo, sobre la alfombra frente al fuego. Aiden se acomodó sobre ella, y el calor de las llamas iluminaba sus cuerpos entrelazados.
Esta vez, la unión fue distinta a la de la madrugada: lenta, juguetona, con pausas para mirarse a los ojos, para reír, para murmurar pequeñas confesiones. Selene se dejó llevar, su cuerpo vibrando de placer, pero sobre todo, de confianza. Cada vez que Aiden la tocaba, sentía que la cicatriz de su pasado sanaba un poco más.
Al final, exhaustos, quedaron abrazados sobre la alfombra, mirando cómo las llamas se consumían. Selene acarició el pecho de Aiden con la yema de los dedos.
—No sé si alguna vez pueda darte la vida tranquila que mereces —susurró—. Lo único que sé hacer es sobrevivir.
Aiden atrapó su mano y la llevó a sus labios.
—No quiero tranquilidad, Selene. Quiero a ti. Con tus cicatrices, con tus miedos, con tu fuego. Quiero todo.
Ella lo miró, sorprendida por la intensidad de esas palabras. Y en su pecho, algo se rompió y algo nuevo nació al mismo tiempo.
—¿Y si un día esa maldición vuelve a alcanzarme? —preguntó con un hilo de voz.
—Entonces la enfrentaré contigo. Y si hace falta, moriré contigo. Pero nunca te dejaré sola.
Las lágrimas acudieron a sus ojos, pero esta vez no de dolor, sino de esperanza. Se aferró a él con fuerza, como si temiera que desapareciera en cualquier momento.
La tarde avanzó tranquila, pero la calma era engañosa. Afuera, en el bosque, los árboles susurraban con el viento, y entre las sombras algo se movía. Dos ojos rojos brillaron por un instante antes de desvanecerse.
Selene, aún abrazada a Aiden, volvió a sentir ese escalofrío. No lo dijo, no quiso arruinar la paz que tanto les costaba mantener, pero supo con certeza que no estaban solos. Que aquello que había marcado a su familia, aquello que la perseguía en sueños, se acercaba cada vez más.
Y aunque en la cabaña reinaba el calor del fuego y del amor, la tormenta ya estaba en camino.