La Marca de la Luna

Capítulo 50: El eco de una nueva vida

La noticia del embarazo de Selene no tardó en propagarse por la manada. Aunque Orin había recomendado discreción, las paredes en una comunidad de lobos eran tan frágiles como el aire que los envolvía. Una palabra susurrada se transformaba en murmullo, y el murmullo pronto en un clamor.

A la mañana siguiente, cuando Selene salió de la cabaña junto a Aiden, los ojos se clavaron en ella como dagas y caricias a la vez. Algunos la miraban con alegría sincera, otros con respeto renovado, y unos pocos… con recelo.

—La luna le ha concedido un cachorro al alfa y a su hembra —dijo una loba joven a su compañera, sin molestarse en bajar la voz.

—No es cualquier cachorro —replicó la otra, con un deje de reverencia—. Si lleva la marca de la luna como ella, podría ser el heredero que cambie todo.

Selene apretó la mano de Aiden. Le incomodaba ser el centro de tantas miradas, como si en su vientre ya llevara un destino que no había pedido.

En el círculo del consejo, los ancianos de la manada se reunieron con rostro solemne. Había alegría, sí, pero también un aire de gravedad en sus gestos. Kael, el más anciano de todos, golpeó el suelo con su bastón para pedir silencio.

—El embarazo de Selene no es solo un asunto de familia —dijo, su voz temblorosa pero firme—. Es un asunto de manada.

Aiden frunció el ceño, adelantándose un paso.

—Con todo respeto, Kael, Selene es mi compañera y ese hijo será mío. Es un asunto privado.

El anciano negó con la cabeza.

—Ningún hijo de un alfa es solo privado. Y menos si su madre lleva la marca de la luna. ¿No lo entiendes, Aiden? El cachorro podría nacer con dones que ninguno de nosotros posee. Podría ser guía, profecía… o maldición.

Un murmullo recorrió el círculo. Selene sintió un escalofrío, recordando el peso de sus propios lunares, los que habían condenado a su familia tiempo atrás.

—No repitan esa palabra —murmuró con voz baja pero cortante—. Mi hijo no será una maldición.

Los ojos de todos se volvieron hacia ella. Había fuego en su mirada, y Aiden lo sintió como un golpe de orgullo en el pecho. Se adelantó y puso un brazo protector sobre sus hombros.

—Nadie hablará así de nuestro cachorro —dijo con un gruñido que heló la sangre de más de uno.

Kael bajó la cabeza, aceptando el límite, aunque no del todo convencido.

Cuando la reunión terminó, algunos miembros de la manada se acercaron a Selene con sonrisas y bendiciones. Mira, la veterana, fue una de ellas.

—Que la luna te fortalezca, hija —dijo, tocándole suavemente la frente—. No es fácil llevar en el vientre un futuro que todos temen y desean a la vez. Pero confía: tu fuerza bastará.

Selene le sonrió débilmente, agradecida por sus palabras. Pero a medida que se retiraban, también escuchó los cuchicheos venenosos de otros.

—¿Y si el cachorro nace como ella, marcado por sombras? —murmuró un guerrero de mediana edad.

—Ya viste lo que pasó con sus padres… —agregó otro, casi en un susurro.

Las palabras fueron cuchillos invisibles que atravesaron su pecho.

Esa noche, Selene no pudo dormir. Se revolvía en la cama, con la mente cargada de recuerdos de pesadillas: su madre llorando, su padre sangrando bajo la luna roja, los gritos que siempre la atormentaban en sueños.

Aiden, medio dormido, la abrazó por la cintura y murmuró contra su oído:

—¿Otra vez las pesadillas?

Ella asintió, los ojos húmedos.

—Tengo miedo, Aiden… —confesó por primera vez en voz alta—. Miedo de no saber ser madre. Miedo de que mi hijo sufra lo mismo que yo. Miedo de no reconocer lo que es amar sin perder.

Él la giró suavemente hasta mirarla a los ojos, sosteniéndola como si fuera lo más frágil y valioso del mundo.

—Mírame, Selene. No estás sola. Ya no. Ese cachorro no crecerá entre sombras ni sangre. Crecerá entre manada, con una madre que ha sobrevivido a todo y un padre que daría la vida cien veces por ustedes dos.

Las lágrimas rodaron por las mejillas de ella, y por primera vez, en medio del temor, sintió que la esperanza era posible.

Se aferró a Aiden con fuerza, como si en ese abrazo pudiera proteger no solo al cachorro, sino también a sí misma de todo lo que la perseguía.

Y en lo profundo de su vientre, como respuesta, el pequeño latido volvió a hacerse sentir, firme y constante, como un tambor que marcaba el ritmo de un nuevo destino.




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