La noticia del embarazo de Selene ya no era un secreto. Para bien o para mal, toda la manada lo sabía. Mientras unos la miraban con esperanza, otros lo hacían con una mezcla de temor y recelo. Pero, al margen de las opiniones, una verdad era innegable: la guerra estaba cada vez más cerca, y todos tendrían que luchar.
El aire olía a hierro y a lluvia próxima. El bosque parecía contener la respiración, como si incluso los árboles presintieran el choque de fuerzas que se avecinaba.
Los días siguientes estuvieron marcados por un entrenamiento feroz. Los guerreros salían antes del amanecer, practicaban transformaciones, embestidas, trabajo en manada. El eco de los gruñidos, los choques de colmillos y los golpes retumbaban en el valle como un aviso a cualquiera que osara acercarse.
Aiden, al mando de todos, se mostraba más imponente que nunca. Su presencia inspiraba, y sus órdenes eran obedecidas sin dudar. Pero al regresar a la cabaña, sus hombros cargaban el peso invisible de la preocupación: no solo por la guerra, sino por Selene.
Ella, aunque deseaba entrenar, había recibido órdenes estrictas de Orin y del mismo Aiden: debía cuidar de su embarazo. Al principio, el reposo le parecía insoportable, un recordatorio de que dependía de otros para luchar. Pero poco a poco comenzó a notar que la luna parecía haberle reservado otro papel.
Una tarde, mientras se encontraba sentada frente al fuego, la anciana Mira se le acercó. Traía un cuenco con hierbas humeantes y un gesto solemne.
—Selene, la manada necesita algo más que garras y colmillos para ganar esta guerra —dijo, ofreciéndole el cuenco—. Necesita fe. Y tú… tú eres el puente entre la luna y nosotros.
Selene arqueó las cejas, sorprendida.
—¿Yo? Apenas estoy aprendiendo a comprender lo que soy.
Mira le tomó las manos con firmeza.
—Eres portadora de vida. Eso te convierte en símbolo de futuro. Ninguna loba embarazada había llevado nunca antes las marcas de la luna en su piel. Si hablas en su nombre durante los rituales, la manada creerá, luchará con un corazón más fuerte.
Selene tragó saliva. No sabía si estaba preparada para un papel tan grande, pero una parte de ella comprendió que no tenía elección. El cachorro en su vientre ya no era solo suyo: era de todos.
Esa noche, durante el ritual de la luna creciente, la manada se reunió en el claro sagrado. Antorchas rodeaban el círculo y el aire estaba impregnado de humo y canto. Aiden estaba a su lado, fuerte, vigilante, con la mirada clavada en ella.
Cuando llegó el momento, Mira la empujó suavemente hacia el centro del círculo. Selene dio un paso al frente, y el murmullo se apagó de inmediato. Cientos de ojos la observaban, expectantes.
El corazón le latía con tanta fuerza que temía que todos lo oyeran. Cerró los ojos un momento y buscó dentro de sí. Y entonces, algo ocurrió.
Sintió un calor extraño recorrerle el vientre, una vibración que subió desde el pequeño latido de su hijo hasta su pecho, hasta su garganta. Cuando habló, su voz parecía no ser solo suya: era más firme, más profunda, cargada de un eco que estremeció a todos.
—La luna no nos abandona. La sangre que corre por nosotros no es maldición, es fuerza. Yo porto en mí su regalo, y mientras mi corazón lata y este hijo crezca, ningún enemigo quebrará lo que somos.
Un aullido se elevó al unísono, vibrando en el aire, retumbando en los huesos. Los lobos cayeron de rodillas, no ante Selene, sino ante lo que representaba. Aiden, de pie junto a ella, sentía un orgullo imposible de contener.
Se acercó y la abrazó con una fuerza que casi la levantó del suelo, susurrándole en el oído:
—Eres más de lo que jamás imaginé. Mi Selene… mi luna.
Después del ritual, cuando la manada regresaba al campamento, Selene se quedó un momento mirando el cielo. Por primera vez en mucho tiempo, las pesadillas no la acechaban. Sentía paz, aunque supiera que pronto llegaría la guerra.
Acarició su vientre suavemente, y como respuesta, volvió a sentir el pequeño latido, firme, constante.
—Si este es el regalo de la luna… —susurró con un leve temblor en los labios—, lo protegeré con todo lo que soy.
Aiden, a su lado, tomó su mano y la apretó.
—Y yo protegeré a los dos, aunque me cueste la vida.
Y bajo la luna creciente, mientras el bosque guardaba silencio reverente, la promesa quedó sellada.