La Marca de la Luna

Capítulo 52: La última noche bajo la luna

La noticia del ataque inminente había corrido como un viento helado entre los pasillos de la manada. Los exploradores regresaban con informes cada vez más oscuros: las huestes enemigas estaban reunidas, lobos salvajes y mercenarios unidos por odio y sangre. La guerra no era un rumor, era un hecho.

El campamento bullía de actividad. Guerreros afilaban armas, madres empaquetaban provisiones, ancianos entonaban rezos a la luna. Todo era movimiento, todo era preparación. Pero en medio de ese caos, Selene se sentía envuelta en un extraño silencio.

Sabía que esa noche, probablemente, sería la última de calma que tendrían. La última antes de que todo cambiara. La última antes de que el destino se cumpliera.

Cuando el sol comenzó a caer y el bosque se tiñó de tonos dorados y carmesí, Aiden apareció en la cabaña. Su rostro, endurecido por la guerra, se suavizó apenas la vio. Ella estaba sentada frente al fuego, con las manos sobre su vientre, en un gesto instintivo que él había aprendido a reconocer.

—¿Cómo se siente? —preguntó, acercándose despacio.

Selene lo miró con una sonrisa leve.

—Tranquilo… demasiado tranquilo para lo que viene. Es como si supiera que necesito calma.

Aiden se arrodilló frente a ella, apoyando una mano firme sobre la suya, sobre ese vientre que guardaba el futuro.

—Nuestro pequeño tiene la fuerza de la luna. Lo siento cada vez que lo toco.

Ella rió suavemente, con un deje de ternura.

—A veces pienso que me observa desde dentro. Como si ya supiera todo lo que está pasando.

—Si es hijo nuestro —respondió él con una sonrisa—, seguro que no se queda callado mucho tiempo.

Ambos rieron, pero la risa se deshizo pronto en un silencio cargado de significado. Aiden la miró con intensidad, con una seriedad que le apretaba el pecho.

—Selene… mañana todo puede cambiar. No puedo prometerte que saldré ileso.

—No digas eso. —Ella lo interrumpió con un susurro áspero, como si las palabras fueran cuchillas—. No me digas que puedo perderte.

—No lo digo porque quiera que pase —respondió él, tomando su rostro entre las manos—. Lo digo porque si la muerte me alcanza, quiero que sepas lo que hay en mi corazón. Quiero que lo lleves contigo.

Selene sintió cómo la garganta se le cerraba.

—No hables de morir… habla de volver. Prométeme que volverás.

Aiden bajó la frente hasta apoyarla contra la de ella.

—Lo prometo, Selene. Aunque tenga que desgarrar el cielo mismo, volveré contigo.

La noche se adueñó del bosque, y con ella llegó un silencio pesado. Afuera, la manada descansaba en turnos, preparándose para la batalla. Dentro de la cabaña, solo quedaban ellos dos, rodeados por el crepitar del fuego y el olor a madera ardiendo.

Aiden la abrazó con fuerza, como si temiera que el mundo se la arrebatara. Selene cerró los ojos y se dejó envolver en esa calidez, memorizando cada detalle de su presencia: el ritmo de su respiración, el roce de su piel, la firmeza de sus brazos.

—Tengo miedo —confesó ella de pronto, con la voz temblorosa—. No de la guerra, no de la muerte… sino de perder lo que tenemos. De que el destino me arrebate esto.

Aiden besó su frente con ternura.

—Nada nos lo quitará. Ni la guerra, ni los enemigos, ni siquiera la luna misma. Lo nuestro está grabado en la sangre.

Ella levantó la mirada hacia él, con lágrimas contenidas que brillaban a la luz del fuego.

—Aiden… ¿qué es amar?

Él la miró sorprendido, pero en sus ojos no había juicio, solo comprensión.

Selene continuó, con un hilo de voz:

—He pasado toda mi vida huyendo, marcada por la maldición de mis lunares, con las pesadillas de mis padres… Nunca supe qué era el amor. Y ahora, contigo, siento tantas cosas que me asustan. Confío en ti más que en mí misma. Quiero vivir contigo, quiero criar a este hijo contigo… pero no sé si eso es amor o algo más grande.

Aiden la escuchó en silencio, y después acarició su mejilla con suavidad.

—Selene… amar no siempre se entiende. No es una palabra bonita ni una promesa vacía. Amar es estar dispuesto a arder con el otro, a cargar con sus heridas, a proteger su alma aunque duela. Tú me diste sentido cuando lo había perdido. Tú eres mi amor, aunque aún estés aprendiendo lo que significa.

Selene soltó un sollozo ahogado y lo abrazó con toda la fuerza que tenía.

—Entonces… si eso es amar, creo que ya no puedo dejar de hacerlo.

Aiden la estrechó contra su pecho, y en ese instante, la guerra dejó de importar. Solo existían ellos, el calor compartido, y ese futuro palpitando entre sus manos.

Aquella noche, bajo la mirada silenciosa de la luna, se amaron con desesperación y ternura, como si el tiempo pudiera deshacerse de un momento a otro. Fue un encuentro de cuerpos y almas, no solo un apareamiento instintivo, sino una unión sellada por las confesiones y la certeza de lo que estaba por venir.

Cuando finalmente quedaron exhaustos, Selene apoyó la cabeza sobre el pecho de Aiden, escuchando el latido de su corazón como un ancla en la tormenta.

—Si vuelves… —susurró, con los ojos cerrados—, te daré no solo un hijo. Te daré una vida, una familia, todo lo que nunca tuve.

Aiden besó su cabello, apretándola contra sí con una devoción feroz.

—Y yo te daré un futuro, Selene. Nuestro futuro.

El fuego se fue apagando poco a poco, hasta que solo quedó la luz plateada de la luna entrando por la ventana. Y allí, entre susurros y promesas, aguardaron juntos la llegada del amanecer… y de la guerra.




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