El campo de batalla estaba impregnado del olor a hierro, a sudor y a tierra removida. El eco de los aullidos aún resonaba en el aire, vibrando entre los árboles como un himno salvaje que anunciaba victoria.
Los guerreros de la manada de Aiden rodeaban a los prisioneros enemigos, manteniéndolos bajo estricta vigilancia. Algunos lobos caídos, tanto amigos como adversarios, yacían sobre el suelo, cubiertos con mantos improvisados de piel. El dolor por las pérdidas se mezclaba con la euforia de haber sobrevivido.
Aiden, aún transformado, caminaba entre los suyos con paso firme. Su pelaje ennegrecido por la sangre, los colmillos brillando bajo la luz de la luna y sus ojos ardiendo de poder lo hacían parecer más un dios de guerra que un alfa de carne y hueso. Cada paso que daba imponía respeto, pero no miedo: sus lobos lo seguían con devoción, como si aquel triunfo hubiera sellado un pacto inquebrantable entre ellos.
Selene lo observaba desde unos pasos detrás, envuelta en un manto que una de las hembras de la manada le había puesto sobre los hombros. Su vientre, aunque apenas empezaba a notarse, se sentía más presente que nunca, recordándole que dentro de ella crecía una vida en medio de tanto caos.
Una parte de su corazón estaba exultante: Aiden había salvado a la manada, había derrotado al alfa oscuro sin convertirse en un monstruo, y su hijo había respondido por primera vez, moviéndose como si también celebrara aquella victoria.
Pero otra parte, más callada, sentía un temblor extraño. Como una sombra que se arrastraba entre los gritos de celebración.
—¡Lobos de la Luna! —rugió Aiden, alzando la voz para imponerse al bullicio.
El silencio cayó de inmediato, todos los guerreros girándose hacia él con respeto absoluto.
—Hoy hemos vencido —continuó, con un tono grave, cargado de poder—. Pero no porque yo lo haya decidido… sino porque cada uno de ustedes luchó con su fuerza, su sangre y su lealtad.
Alzó la garra manchada de rojo, señalando a los prisioneros arrodillados.
—Ellos eligieron el camino de la destrucción. Eligieron seguir a un alfa que buscaba dominar a la luna, en lugar de honrarla. Su líder ha sido derrotado y marcado, pero vivirá para recordar que nunca se desafía a la voluntad de los dioses.
Un murmullo recorrió a la manada. Algunos mostraron descontento: querían sangre, querían venganza. Pero la mayoría asintió, sabiendo que la decisión de Aiden no era de debilidad, sino de estrategia. Matar podría haber encendido un ciclo interminable de odio. Humillar al enemigo lo condenaba de una forma mucho más duradera.
—Desde esta noche, —proclamó el alfa—, la luna ha decidido: somos los guardianes del equilibrio. No habrá más cadenas, no habrá más sangre inocente. ¡La manada de la Luna se alzará como la protectora de todos los nuestros!
Los lobos estallaron en un aullido ensordecedor que hizo temblar la tierra.
Aiden levantó el rostro hacia la luna y aulló también, su voz entrelazándose con la de los suyos en un canto ancestral que atravesó el bosque.
Selene, escuchando aquel rugido colectivo, sintió un escalofrío que la recorrió de pies a cabeza. Era hermoso y aterrador al mismo tiempo. Se aferró al manto, cerrando los ojos.
Ese era el poder de Aiden: unir, guiar, inspirar.
Y, sin embargo… ¿qué significaba para ella? ¿Qué significaba para su hijo crecer en medio de guerras, bajo el peso de un destino que parecía inevitable?
Más tarde, cuando el fragor de la celebración se fue apagando, Selene caminó junto a Aiden hacia la hoguera central, donde los líderes de la manada se reunían.
El consejo improvisado estaba formado por los betas, los ancianos y algunos de los guerreros más experimentados. El tema era uno solo: qué hacer con los prisioneros y cómo reforzar las defensas de la manada.
—Debemos ejecutarlos —gruñó uno de los betas, golpeando el suelo con el puño—. Si los dejamos vivir, volverán con más.
—No podemos cargar con bocas enemigas en nuestras tierras —intervino otro.
—Podríamos usarlos como advertencia —propuso un anciano—. Dejarlos vivir, marcados y expulsados, para que su sola visión aterre a otros.
Selene permaneció en silencio, observando la discusión.
Pero su mirada se desvió hacia Aiden. Él escuchaba a todos, con el ceño fruncido, sin dar aún un veredicto. Y en ese gesto, ella descubrió una verdad inquietante: ser alfa no era solo luchar y vencer. Era cargar con el peso de todas las decisiones, incluso las más crueles.
Un estremecimiento en su vientre la devolvió al presente. Se llevó la mano al abdomen con discreción.
El cachorro se movía de nuevo, como si sintiera la tensión en torno a su padre.
“¿Qué mundo te estoy trayendo?”, pensó Selene, tragando saliva.
Cuando la reunión terminó y los guerreros empezaron a dispersarse, Aiden se acercó a ella.
—Has estado muy callada. —Su voz era suave, aunque su mirada seguía ardiendo con la energía de la batalla.
Selene levantó la vista hacia él.
—Escucho… y pienso.
Aiden la tomó del mentón, inclinándose para que sus frentes se tocaran.
—Dime qué piensas.
Ella cerró los ojos, respirando hondo.
—Pienso que la victoria nunca es el final. Solo abre la puerta a nuevas batallas. Y me asusta no saber si estaremos listos para todas ellas.
Aiden la abrazó fuerte, como si quisiera encerrar sus miedos dentro de su pecho.
—Mientras yo respire, tú y nuestro hijo estarán a salvo.
Selene apoyó la cabeza contra su pecho, escuchando los latidos de su corazón. Era un sonido fuerte, firme, el tambor que guiaba a la manada entera. Y aun así, no pudo evitar pensar que, incluso el corazón más fuerte, tarde o temprano, podía romperse.
La luna brillaba sobre ellos, inmensa y plateada, como si todo lo observara, como si todo lo supiera.
Y en el silencio de la noche, Selene sintió que la verdadera batalla aún no había comenzado.