La Marca de la Luna

Capítulo 57: Fuegos de celebración

La luna se alzaba en el cielo como una reina plateada, iluminando el bosque y bañando con su resplandor los claros donde la manada había encendido hogueras. Tras la batalla y el consejo, el ambiente se había transformado. El dolor de las pérdidas seguía presente, pero ahora era acompañado por la alegría salvaje de haber sobrevivido, de haber demostrado que los hijos de la Luna no se doblegaban ante nadie.

Los lobos corrían entre los árboles, algunos aún en su forma animal, otros en su forma humana, compartiendo risas, abrazos y aullidos. La carne asada chisporroteaba sobre las llamas, y los cánticos ancestrales resonaban en la lengua olvidada de los ancestros. Era la manera en que la manada honraba la victoria: no solo con sangre, sino también con vida.

Selene se encontraba sentada junto a Aiden en el centro del círculo, donde la hoguera más grande ardía con fuerza. El resplandor dorado iluminaba el rostro del alfa, realzando las sombras en sus pómulos y el brillo indomable de sus ojos oscuros. Él parecía hecho de fuego y luna, un líder indiscutible que la manada adoraba.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Aiden, inclinándose hacia ella mientras una pareja de lobos jóvenes bailaba alrededor de las llamas.

—Cansada… pero también emocionada —respondió Selene, apoyando las manos sobre su vientre. Una sonrisa suave curvó sus labios—. Nunca había visto una celebración así.

Aiden la observó con ternura y orgullo.

—Esta noche es para ti también, Selene. Tú estuviste en la batalla. Tu voz me sostuvo cuando más lo necesitaba.

Ella lo miró, conmovida.

—Yo solo soy una pieza pequeña en todo esto…

—No —la interrumpió él con firmeza, acariciándole la mejilla—. Eres la razón por la que lucho. La razón por la que sigo en pie.

El calor de las palabras de Aiden la envolvió más que el fuego. Y, mientras lo miraba, el cachorro en su vientre volvió a moverse, como respondiendo a la declaración del alfa. Selene se estremeció.

La música se intensificó. Tambor tras tambor, el ritmo ancestral hizo vibrar la tierra. Los guerreros comenzaron a danzar en círculos, cambiando de forma entre humanos y lobos en un espectáculo hipnótico de piel y pelaje. Los ancianos entonaban cánticos que hablaban de la unión entre la Luna y sus hijos, mientras las chispas de las hogueras subían al cielo como estrellas fugaces.

—Ven conmigo —susurró Aiden, poniéndose de pie y extendiéndole la mano.

Selene dudó.

—¿Bailar? Yo… no sé…

—No importa —respondió él, sonriendo con una calidez que derritió todas sus defensas—. Solo sigue mi ritmo.

La tomó entre sus brazos y la condujo hacia el círculo. Selene, con el corazón acelerado, se dejó guiar. Aiden se movía con una elegancia salvaje, firme y protector, llevándola como si ella fuera lo más precioso que tenía. Pronto se vio envuelta en la danza tribal de la manada, rodeada de aullidos, risas y la fuerza compartida de todos.

Por primera vez, Selene sintió que pertenecía. Que no era solo una extranjera marcada por su pasado, sino parte de algo más grande, una familia, un destino compartido.

La noche avanzó entre cantos y danzas, hasta que las hogueras empezaron a arder con menor intensidad y la manada se fue dispersando poco a poco.

Aiden y Selene se apartaron hacia un claro, buscando un respiro de la multitud. El aire estaba impregnado de humo y hierbas, y el murmullo del río cercano acariciaba sus oídos.

Selene se recostó contra el tronco de un árbol, acariciando distraídamente su vientre. Aiden se acuclilló frente a ella, sus manos firmes posándose sobre las suyas.

—Hoy brillabas más que la luna misma —murmuró él, inclinándose para besarle la frente.

—Lo dices porque me miras con ojos de alfa enamorado —respondió ella con un intento de broma, aunque sus mejillas ardían.

Aiden sonrió. Pero luego su expresión se tornó más seria, casi solemne.

—Selene… esta noche, mientras bailábamos, me hice una promesa. No importa lo que venga después, no importa cuántas guerras tengamos que enfrentar… quiero un futuro contigo. Contigo y con nuestro hijo. Quiero un hogar, risas en los pasillos, cachorros corriendo bajo el sol.

Selene lo miró, conmovida hasta lo más profundo de su alma. Su garganta se cerró, incapaz de responder de inmediato. Ella nunca había tenido un hogar verdadero. Nunca había pensado en la posibilidad de hijos riendo, de un futuro de paz. Siempre había vivido esperando la próxima herida, el próximo abandono.

Y sin embargo, ahí estaba él. Aiden. Ofreciéndole todo lo que jamás se atrevió a soñar.

Una lágrima resbaló por su mejilla.

—Aiden… no sé si sabré cómo hacerlo. Nunca tuve una familia, no sé lo que significa…

—Lo aprenderemos juntos —la interrumpió él, besando su lágrima—. Y lo construiremos con nuestras propias manos.

Selene cerró los ojos, dejándose envolver por la calidez de sus palabras. El cachorro volvió a moverse dentro de ella, como si confirmara que ese era el camino correcto.

Sin embargo, mientras la luna avanzaba en el cielo y el silencio reemplazaba la música de la celebración, Selene sintió un leve malestar en el cuerpo. No era dolor, sino una especie de vibración interna, como si la vida que llevaba dentro respondiera a algo más.

Aiden lo notó al instante.

—¿Estás bien?

Selene asintió, aunque en su voz había un dejo de incertidumbre.

—Sí… creo que sí. Solo… siento algo extraño. Como si… la luna me hablara a través de él.

El alfa la miró con intensidad, acariciándole el rostro.

—Quizás sea un regalo. Quizás nuestro hijo está más unido a la luna de lo que imaginamos.

Selene bajó la vista hacia su vientre, donde reposaban sus manos. La duda y la esperanza se entrelazaban en su interior.

Tal vez, aquel cachorro no era solo suyo y de Aiden. Tal vez, era también un hijo de la luna.




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