El bosque olía distinto. Donde antes todo era sangre y hierro, ahora se impregnaba de tierra húmeda y resina fresca, como si la Madre Luna hubiera lavado el dolor con la lluvia nocturna. La brisa arrastraba hojas caídas, y los pájaros, que habían callado durante la batalla, cantaban de nuevo desde las ramas altas.
Selene despertó en la cabaña de Aiden. El techo de madera crujía suavemente bajo el peso del viento, y las pieles que la cubrían retenían un calor acogedor. Se movió lentamente, pero enseguida sintió ese leve mareo que la había acompañado desde hacía días.
Llevó una mano a su vientre. Una mezcla de temor y ternura recorrió su pecho. Allí estaba. Pequeño aún, casi imperceptible para el mundo, pero latía dentro de ella con una fuerza que ninguna guerra podía extinguir.
Aiden entró en ese momento, cargando con un cuenco de madera. Sus ojos se iluminaron al verla despierta.
—Te traje infusión de hierbas —dijo, sentándose a su lado—. Kaela me aseguró que calmaría las náuseas.
Selene sonrió débilmente.
—Empiezas a cuidarme como si fuera de cristal.
Él arqueó una ceja.
—Para mí lo eres. Eres mi cristal y mi fuego, Selene.
Ella aceptó el cuenco y bebió un sorbo, dejando que el calor se deslizara por su garganta. Su estómago agradeció el alivio. Luego apoyó la cabeza sobre el hombro de Aiden, respirando su aroma a bosque y a hogar.
La manada en reconstrucción
Al mediodía, Selene salió con Aiden a recorrer el campamento. Las cabañas dañadas eran reparadas con troncos nuevos, los lobos jóvenes transportaban agua y provisiones, y los ancianos recitaban oraciones a la luna por los caídos.
Lo que más impresionaba a Selene era la mirada de los sobrevivientes. Estaban cansados, heridos algunos, pero había en sus ojos una chispa distinta. Era la mirada de quienes habían visto el borde del abismo y habían regresado con vida.
Un grupo de cachorros corrió hacia ella, riendo mientras jugaban a imitar la batalla, lanzándose al suelo como si fueran guerreros en plena lucha. Selene no pudo evitar sonreír. Acarició la cabeza de uno de ellos y sintió que su corazón se llenaba de ternura.
—Ellos no saben del peso de lo ocurrido —murmuró Aiden, observando la escena—. Y quizá sea mejor así. Dejarles vivir la inocencia que todavía les pertenece.
Selene asintió, aunque al mismo tiempo apretó con más fuerza su vientre.
—Quiero que nuestro hijo crezca en un mundo donde esa inocencia no se pierda tan rápido.
Aiden la abrazó por detrás, apoyando la barbilla en su hombro.
—Y lo lograremos. No luchamos en vano.
El peso de los recuerdos
Esa noche, cuando la luna volvió a alzarse sobre el bosque, Selene apenas pudo dormir. Las imágenes de la batalla la acosaban en sueños: sombras acechando entre los árboles, gritos de guerra, el resplandor de su propio cuerpo ardiendo en poder.
Se despertó empapada en sudor, con el corazón acelerado. Aiden se incorporó de inmediato, tomándola entre sus brazos.
—Pesadillas otra vez…
Ella asintió, incapaz de hablar por unos segundos. Cuando al fin lo hizo, su voz se quebró.
—Tengo miedo, Aiden. No solo por mí, sino por él… ¿Y si lo que llevo dentro también hereda mi maldición? ¿Y si el precio de este regalo es demasiado alto?
Aiden le sostuvo el rostro entre sus manos, obligándola a mirarlo.
—No vuelvas a dudar de lo que eres. La Madre Luna no te dio este regalo como castigo, sino como promesa. Nuestro hijo no cargará cadenas, Selene. Cargará alas.
Ella rompió en llanto en su pecho, dejando que sus miedos se deshicieran en lágrimas. Aiden no dijo nada más, solo la sostuvo, fuerte, como si su sola presencia pudiera reconstruirla cada vez que se rompía.
Un nuevo inicio
Al amanecer, Selene salió sola al claro. Se arrodilló en el suelo aún húmedo y posó ambas manos sobre la tierra. Cerró los ojos y susurró una oración.
—Madre Luna… guíame. Dame fuerzas para no fallarles. Que este pequeño crezca con la luz de tu bendición y no con la sombra de la maldición.
Un rayo de sol atravesó las ramas, bañándola en un resplandor dorado. Selene sonrió, y por primera vez desde la guerra, sintió paz.
Cuando regresó a la cabaña, Aiden la esperaba en la puerta. La miró en silencio unos segundos, como si percibiera ese brillo nuevo en sus ojos.
—Hoy luces distinta —dijo suavemente.
—Hoy me siento distinta —respondió ella, acariciando su vientre—. Creo que… finalmente empiezo a creer en el futuro.
Aiden la tomó de la mano y la condujo dentro.
—Entonces empecemos a construirlo.