La tarde había caído lentamente, y con ella el bosque se tiñó de tonos dorados y violetas. Las aves se recogían en silencio, dejando que el ulular de los búhos marcara el inicio de la noche. Selene caminaba de regreso a la cabaña junto a Aiden, pero en su corazón aún resonaban las palabras de Kaela. Un regalo, no una maldición.
El eco de esa frase se repetía una y otra vez en su mente, como si quisiera convencerla de que era real. Miró de reojo a Aiden; él caminaba a su lado con el rostro serio, siempre atento al entorno, pero la presión de su mano sobre la de ella revelaba la ansiedad que intentaba ocultar.
Cuando por fin llegaron a su refugio, la luna ya estaba alta, bañando el techo de madera con una luz plateada. Selene cerró la puerta y se apoyó contra ella, dejando escapar un suspiro. Aiden se giró hacia ella, sin soltarla.
—No me gusta cómo te ves tan cargada de pensamientos —dijo en voz baja—. ¿Qué te dijo exactamente Kaela?
Selene levantó la mirada hacia él, y por primera vez no quiso guardarse nada.
—Que lo que llevo dentro de mí no es una carga. Que no será como yo, que no heredará la maldición… que es un regalo de la Luna.
Aiden se quedó en silencio, procesando las palabras, hasta que una sonrisa leve curvó sus labios.
—Entonces es cierto. —Se acercó y la tomó por la cintura, atrayéndola contra su pecho—. La Luna nos ha bendecido.
Selene apoyó la frente contra él, cerrando los ojos.
—Pero también dijo que habrá quienes lo teman. Que querrán venir por él… incluso antes de que nazca.
Aiden la abrazó más fuerte, como si quisiera fundirla con él.
—Tendrán que pasar sobre mí primero. Y sobre toda esta manada. Nadie tocará ni un solo cabello de ustedes dos.
La intimidad de la promesa
Se quedaron en silencio, sintiendo el calor mutuo, escuchando los latidos que se mezclaban. Poco a poco, Aiden la levantó en brazos sin pedir permiso, como si supiera que lo que necesitaban no eran más palabras, sino un refugio en la piel del otro.
La depositó sobre la cama cubierta de pieles, donde la luz de la luna entraba suavemente por las rendijas. Aiden se inclinó sobre ella, besándole primero la frente, luego los párpados húmedos, y finalmente los labios. Fue un beso lento, lleno de ternura y devoción, muy distinto de las pasiones arrebatadas de otras noches.
—Eres mi vida, Selene —susurró contra su boca—. Y ahora también eres la madre de mi futuro. Te lo juro, cuidaré de ti en cada respiración, en cada instante. No importa lo que venga.
Selene sintió que su pecho se apretaba, como si sus palabras llenaran un vacío antiguo que nunca había sabido reconocer. Lo abrazó con fuerza, buscando hundirse en esa promesa.
Sus cuerpos se encontraron con calma, como si el tiempo no existiera. No hubo prisa, no hubo urgencia: solo el deseo de estar cerca, de acariciarse y sentirse. Aiden recorría su piel con reverencia, como si ella fuera sagrada, como si cada curva y cada suspiro fueran un templo donde quería arrodillarse.
Selene, entre gemidos suaves, tomó su rostro entre las manos.
—Nunca pensé que podría ser feliz de esta manera. Siempre creí que el amor era algo que no estaba destinado para mí.
Aiden la miró como si quisiera grabarla en su memoria para siempre.
—El destino no decidió esto, Selene. Tú lo decidiste, al dejarme entrar. Y yo… yo nunca te soltaré.
La luna como testigo
La noche avanzó bajo la mirada de la luna, que parecía brillar aún más fuerte sobre ellos. El aire estaba cargado de calor, de jadeos y susurros entrecortados, de caricias que buscaban memorizarse.
Selene sintió cómo cada movimiento de Aiden se impregnaba en su alma, sellando una unión más allá de lo físico. Era apareamiento, sí, pero también era un pacto eterno: la promesa de ser uno solo, de cuidar lo que la vida les había confiado.
Cuando por fin quedaron exhaustos, entrelazados bajo las pieles, Aiden acarició lentamente el vientre de Selene. Sus dedos trazaron círculos suaves, reverentes, mientras hablaba casi en un murmullo:
—Quiero un futuro contigo. Quiero cachorros corriendo por esta cabaña, llenando de risas este bosque. Quiero que jamás vuelvas a sentir soledad.
Selene lo miró con los ojos brillantes, y su voz salió temblorosa:
—Y yo quiero darte todo eso, Aiden. Porque contigo… por primera vez sé lo que significa amar sin miedo.
Él la besó de nuevo, sellando la promesa. Y mientras ambos se rendían al sueño, con el calor de sus cuerpos aún latiendo, la luna parecía sonreírles desde el cielo, como testigo de una unión que el tiempo ni la guerra podrían quebrar.