La Marca de la Luna

Capítulo 71 – La espera comienza

La batalla había quedado atrás como un recuerdo marcado en cicatrices y cenizas. La manada necesitaba sanar, y mientras los días se volvían semanas, los lobos comenzaron a reconstruir lo que se había perdido. Selene, en silencio, llevaba consigo una verdad que poco a poco se hacía imposible de ocultar: el regalo de la Luna crecía en su vientre.

Al principio, los síntomas eran suaves. Mareos al amanecer, un cansancio extraño que ni siquiera el calor de Aiden lograba disipar. Fue entonces cuando, en compañía del médico de la manada, confirmaron lo inevitable: Selene esperaba un cachorro. Las palabras resonaron como un eco de esperanza en medio del dolor dejado por la guerra.

Aiden había escuchado la noticia con una mezcla de asombro y reverencia. Durante días, parecía observarla con nuevos ojos, como si Selene fuera un milagro viviente. Tocaba su vientre con una delicadeza que contrastaba con la rudeza de sus manos de guerrero. La protegía con una ferocidad creciente, vigilando incluso los pasos que daba, como si el más leve peligro pudiera arrebatarles aquello que tanto anhelaban.

—No quiero que levantes peso, ni que te alejes sola al bosque —le dijo una mañana mientras la ayudaba a recoger agua del río.

Selene rodó los ojos, sonriendo con ternura.

—Aiden, no soy de cristal.

—Tal vez no —respondió él, inclinando la cabeza para rozar con su nariz el cuello de ella—, pero lo que llevas dentro sí lo es. Y daría mi vida antes de ponerlo en riesgo.

Con cada luna que pasaba, los cambios en el cuerpo de Selene se volvían más evidentes. Sus túnicas comenzaron a tensarse en el vientre, su piel brillaba bajo la luz de la Luna, y en su mirada había una serenidad nueva. Había noches en que despertaba sobresaltada por sueños extraños: veía a su madre, veía los lunares que habían marcado su destino, y escuchaba el susurro de la Luna como si estuviera cerca de ella.

En el tercer mes, mientras la manada celebraba el fin del invierno, Selene sintió por primera vez un movimiento leve dentro de sí. Fue como un aleteo suave, un recordatorio de que la vida crecía bajo su corazón. Corrió hacia Aiden, que entrenaba con los guerreros en el claro, y lo tomó de la mano con lágrimas en los ojos.

—Se movió —dijo en un susurro.

Aiden quedó helado, y luego, con una devoción que jamás había mostrado en público, se arrodilló frente a ella y apoyó la cabeza contra su vientre. Los guerreros lo miraron en silencio, pero nadie se atrevió a interrumpir. El alfa no solo era un líder: era un padre que acababa de conocer a su hija por primera vez.

En el cuarto mes, los ancianos organizaron un ritual de bendición. Reunieron a la manada en círculo, encendieron antorchas y entonaron cánticos antiguos para pedir a la Luna que protegiera a la futura cachorra. Selene, vestida con una túnica blanca que realzaba la curva de su vientre, se sintió rodeada de un calor familiar que le recordaba que no estaba sola. Por primera vez en su vida, sintió que pertenecía a un hogar.

El quinto y sexto mes trajeron consigo el peso real de la espera. Selene ya no podía correr como antes ni entrenar junto a los demás. Aiden se desvelaba a su lado, cuidando cada detalle, asegurándose de que la cabaña estuviera lista para el momento. Hizo construir una guarida especial, protegida y cálida, donde Selene pudiera parir bajo la Luna sin miedo.

Por las noches, él hablaba con el vientre de Selene, susurrándole historias de guerreros, promesas de amor eterno y juramentos de protección. Ella lo escuchaba en silencio, con lágrimas en los ojos, preguntándose cómo alguien tan marcado por la guerra podía dar tanto amor.

Y así, con el séptimo mes acercándose, el aire en la manada se llenó de expectación. Los lobos aguardaban no solo a una cachorra, sino al símbolo de renacimiento después de tanta pérdida. Selene, con el corazón agitado entre miedo y esperanza, sabía que la Luna había elegido el momento perfecto: pronto, su hija vendría al mundo.




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