La Marca de la Luna

Capítulo 74 – El nido de la Luna

El viento soplaba suave aquella tarde, cargado con el aroma a pinos y tierra húmeda. El cielo estaba despejado, y la Luna, aún en su fase creciente, ya dominaba los pensamientos de todos en la manada. Había una sensación que se percibía en el aire, como si el tiempo mismo estuviera conteniendo la respiración.

Selene caminaba despacio por los alrededores de la guarida especial que habían preparado. Sus manos se posaban constantemente sobre su vientre, que se había redondeado con fuerza en las últimas semanas. El séptimo mes estaba cerca de completarse, y los movimientos de la cachorra eran cada vez más notorios. Algunas noches, incluso Aiden se despertaba por las pataditas que sentía bajo su mano cuando abrazaba a Selene.

Esa tarde, mientras recogía flores junto a Mariel para adornar el interior de la cabaña, Selene se detuvo abruptamente. Un dolor leve, como un tirón profundo, la atravesó desde el vientre hasta la espalda baja. Jadeó y se inclinó un poco, apoyándose contra una roca.

—¿Selene? —preguntó Mariel, acercándose con rapidez.

La joven asintió con la respiración entrecortada.

—Fue… extraño. No es como antes, no es solo presión… es distinto.

Mariel le tomó la mano y la guió de regreso a la guarida.

—Es temprano aún, pero tu cuerpo empieza a prepararse. Son contracciones leves, de aviso. El nido debe estar listo desde ahora, no podemos dejar nada para después.

Aiden llegó poco después, alarmado por la noticia. Sus ojos ardían de preocupación cuando la vio sentada sobre las mantas, respirando lentamente.

—¿Qué ocurrió? —preguntó, arrodillándose frente a ella.

Selene le sonrió débilmente.

—Nuestra pequeña tiene prisa… —dijo, intentando sonar tranquila.

Aiden le acarició la mejilla con ternura, pero en su interior ardía un fuego de miedo y ansiedad. La rodeó con sus brazos y la sostuvo en silencio, como si pudiera protegerla de todo con solo su abrazo.

En los días siguientes, el ambiente en la manada cambió. La noticia de que Selene había sentido las primeras señales corrió como pólvora. Los guerreros doblaron las patrullas, los ancianos encendieron hogueras en honor a la Luna, y las lobas se turnaban para estar cerca de ella, por si algo sucedía de improviso.

La guarida se convirtió en un santuario. Dentro, Selene pasaba las horas recostada, tejiendo pequeños mantos de lana suave, mientras Aiden permanecía a su lado, vigilante, con los oídos atentos a cada sonido, a cada respiración. Cuando Selene lo regañaba por no despegarse ni un instante, él simplemente respondía:

—No pienso dejarte sola ni un segundo.

Una noche, Selene despertó de golpe. No por el dolor, sino por un sueño. Había visto a su madre en un claro iluminado por la Luna, sosteniendo en brazos a un bebé envuelto en un manto plateado. Su madre la miraba con orgullo y serenidad, y detrás de ella había lobos enormes, guardianes antiguos, que parecían inclinarse hacia la pequeña criatura.

Despertó con lágrimas en los ojos y el corazón palpitante.

Aiden, que estaba medio dormido a su lado, se incorporó enseguida.

—¿Otra pesadilla?

—No… —susurró ella, llevándose una mano al pecho—. Fue un mensaje. La Luna me mostró que nuestra hija está protegida… incluso antes de nacer.

Aiden la atrajo hacia su pecho, besando su frente con reverencia.

—Entonces no temeremos. El nido está listo. Y cuando llegue el momento, nuestra pequeña nacerá rodeada de amor y poder.

Esa madrugada, bajo la luz plateada que entraba por la ventana, Selene acarició su vientre y habló suavemente a la vida que llevaba dentro:

—Ya casi, mi pequeña… ya casi. El mundo te espera.




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