El bosque parecía contener la respiración junto con la manada. La Luna, cada noche más redonda y luminosa, marcaba el paso del tiempo con un poder ancestral. Faltaban apenas unas semanas para que Selene completara el séptimo mes, y cada día era un recordatorio de lo cercano que estaba el milagro… y también de lo vulnerable que se sentía ella.
Selene ya no podía dormir como antes. Su vientre estaba pesado, y la pequeña en su interior se movía con fuerza, como si buscara abrirse camino antes de tiempo. Las noches estaban llenas de giros, suspiros y respiraciones agitadas. Aiden permanecía despierto junto a ella, a veces acariciándole la espalda, otras simplemente sosteniendo su mano hasta que lograba conciliar algo de sueño.
—No tienes que desvelarte conmigo —murmuraba Selene con ternura, aunque sabía que era inútil pedirlo.
—Ya lo dije —respondía Aiden, con la firmeza de siempre—. Si tú no duermes, yo tampoco. Tu dolor es mío, tus desvelos también.
Durante el día, la guarida estaba llena de movimiento. Las lobas más experimentadas, como Mariel y las ancianas del consejo, revisaban constantemente los mantos, las hierbas medicinales y el agua fresca que debería estar lista en cualquier momento. Cada sonido extraño, cada leve quejido de Selene, era seguido por miradas atentas y pasos apresurados.
Aiden había ordenado reforzar la seguridad del territorio. Nadie entraba ni salía sin su permiso. Dos círculos de guerreros custodiaban el bosque día y noche, y en las fronteras se habían encendido hogueras de protección. La amenaza de los clanes enemigos no había desaparecido, y todos sabían que un nacimiento tan importante podía atraer tanto bendiciones como peligros.
Selene sentía esa tensión en el aire, pero trataba de centrar su mente en lo esencial: la vida que crecía en su interior. Algunas tardes se sentaba frente al lago, dejando que la brisa acariciara su rostro, y hablaba en voz baja con su hija.
—Eres fuerte, lo sé. Pero espera un poco más, pequeña. Deja que tu padre termine de preparar este mundo para ti.
Una noche, bajo el resplandor de la Luna llena, Selene fue despertada por un dolor más fuerte que los anteriores. Esta vez la sensación fue distinta: un tirón profundo, acompañado de un ardor en la parte baja del vientre. Se encogió con un jadeo y apretó los dientes.
Aiden despertó de inmediato.
—¿Otra contracción? —preguntó con voz grave, sujetándola entre sus brazos.
Ella asintió, con el rostro perlado de sudor.
—Sí… y más fuerte que antes.
Aiden rugió suavemente, un sonido bajo y gutural que brotaba de su instinto de lobo. La alzó entre sus brazos y llamó a Mariel con un aullido corto pero cargado de urgencia.
La anciana corrió hasta la guarida, observó a Selene y colocó sus manos sobre su vientre. Cerró los ojos, escuchando con atención los movimientos de la cachorra. Finalmente, sonrió con calma.
—Tranquilos. No es el momento aún, pero el cuerpo se está preparando. Son avisos cada vez más fuertes.
Selene dejó escapar un suspiro, aliviada pero cansada. Aiden, sin embargo, no lograba relajarse. Caminaba de un lado a otro dentro de la guarida, su mirada oscura fija en cada detalle, como si pudiera controlar el tiempo mismo.
Esa misma noche, después de que el dolor cediera, Selene tomó la mano de Aiden y lo obligó a sentarse junto a ella.
—No puedes controlarlo todo, amor. La Luna ya escribió este destino. Lo único que podemos hacer es confiar… confiar en que nuestra hija llegará cuando deba.
Aiden bajó la cabeza y apoyó la frente contra la suya.
—Temo perderlas… —confesó en un susurro—. Temo que la oscuridad que nos rodea quiera arrebatarnos lo más puro que hemos logrado.
Selene le acarició la mejilla y lo besó suavemente.
—No nos perderás. Somos tuyas, las dos. Y la Luna nos protege.
Con esas palabras, ambos se recostaron bajo el manto estrellado que entraba por la ventana, aferrados el uno al otro, mientras afuera la manada entera mantenía su vigilia, aguardando el momento en que la cachorra del Alfa y su Luna vería por primera vez el mundo.